Un rasgo interesante de nuestros tiempos es que la mayoría de asuntos políticos que deben pertenecer al ámbito público se han mudado a otros sitios. El ágora-aquel espacio ideal para deliberar sobre la polis- ha sido tan desacreditado que sólo queda de él una promesa. Las instituciones, recluidas en espacios asfixiantes y burocráticos difícilmente salen de su torre de marfil y cuando lo hacen, hablan un lenguaje abstracto que apenas es entendible.
El mundo de las ideas es cercado en universidades y con algunos intelectuales poco comprometidos, por no mencionar los escapes a movimientos, ideologías e incluso religiones que prometen mejorar el mundo e intentan tomar el toro por los cuernos, para reducir todo, igualmente, a una propaganda utópica: romper con uno mismo para romper con todo lo demás.
Pero cuando la política y la religión falla sólo queda un camino: el arte. Y el cine siempre ha sido el escape por excelencia para el individuo que ha perdido la ilusión del mundo, pero irónicamente, persisten en no alejarse de la realidad. Tal vez esa es la principal razón que las grandes productoras empujen con mayor fiereza la promesa de reinventar todo; o por lo menos intentarlo.
En los últimos años el cine ha tomado el espíritu de la lucha política, la inconformidad social y ha intentado llevar al límite al espectador, sabiéndolo desarmado frente a un sistema que parece ignorarlo. No sólo se trata de temas subversivos e incómodos, sino plantear, desde el nivel más íntimo y privado, la existencia de controversias en la vida cotidiana. Lo personal es político está quedando en desuso, en realidad es todo lo contrario: lo político se está volviendo cada vez más personal.
Y consciente de tales problemáticas, el cine vira hacia asuntos polémicos, entrando por la puerta trasera en temas de desigualdad, identidad y racismo, incluso llegando a sitios de violencia, homicidios y trata de personas. Muchas veces de forma explícita y contundente retando al espectador de manera directa, en otras, de manera tácita y silenciosa, como un susurro invitando a dudar sobre todo lo conocido. Y este es el caso de Barbie y Oppenheimer.
No se trata de cuál ha sido mejor en aspectos de reparto o guion, sino el trasfondo de ambas. Las dos películas comparten un tema sumamente importante para las personas que fueron a verlas; por una parte, Barbie nos invita directamente a cuestionarnos nuestra actual forma de ver las cosas y lo delicado de dudar, aunque sea por un momento, sobre nuestra normalidad, evidenciando lo fácil que es dejarse llevar por ismos y pensamientos reduccionistas, para al final cuestionarnos nuestra identidad y razón de ser. No somos lo que nos dicen que seamos: nos volvemos aquello que decidimos ser.
Por otro lado Oppenheimer es menos explícito en su mensaje pero más contundente en su puesta en escena. No se trata sobre dilucidar la vida del padre de la bomba atómica, sino del peligro de tener la razón. Y lo que es aún más peligroso; intentar ir contracorriente contra aquello que una vez defendimos. Y tener el coraje de cambiar de idea puede resultar caro. Pero el precio de ser fiel a uno mismo siempre será uno: estar en contra de los demás.
Mientras el espacio público se vuelve cada vez menos accesible y hasta divisionista, la vida privada se vuelve más polémica, rebelde y hasta subversiva.
Por eso las personas prefieren hablar de cine antes que de política.