Alguien seguramente habrá escuchado la frasecita “de lo sublime a lo ridículo” para referirse a diversas cosas que comienzan entusiasmando y acaban por ser enormes decepciones para las audiencias, y aunque no lo crean, esperaríamos que las campañas políticas locales hubieran transitado desde esa sublimación, pero parece que iniciaron en lo ridículo y corren rápidamente a estacionarse en lo patético. Esclavizados por el marketing, sujetos por lo peor de las redes sociales, sometidos a la naquez absoluta, los estrategas de la comunicación de las campañas locales parecen haber renunciado al discurso de la propuesta, para el que ya ni siquiera ofrecen los horripilantes “bites”, y apuestan a imágenes inconexas, asociaciones lamentables, estereotipos vacíos de significado, para llamar la atención de la audiencia.
Son como los perros que persiguen las llantas de los automóviles y que no sabrían qué hacer si las alcanzan, o como un testigo de Jehová al que finalmente se le abre la puerta: los estrategas de comunicación de estas campañas buscan lograr la atención y cuando finalmente la tienen, no saben qué hacer con ella. Se emborucan, y al final acaban diciendo cualquier pavada: “soy la mejor propuesta”, “los voy a meter a la cárcel”, “Morelos merece otra cosa”, “estoy comprometido con (ponga acá lo que convenga, pero que se oiga bonito)”. Uno estaría dispuesto a conceder que la atención de las audiencias difícilmente se fija en discursos políticos pero, no se manchen. Lo cierto es que la ausencia de una colección de propuestas dignas de conversación, de debate, de verificación y validación técnica y ciudadana, parece ausente de casi todas las estrategias de comunicación de las campañas políticas. Promesas deshilvanadas que se lanzan de acuerdo con las audiencias sin que aparenten corresponder a un plan mayor: una cancha por acá, becas allá, una escuela aquí, un centro de salud en aquel cerro, y un puente en donde haya río.
Las grandes ideas, los discursos dignos de reproducirse se han cambiado por una cantaleta que ofrece, en efecto “basura gratis”, y que la gente repite dominada por el alma naca; por una careta horrible enorme, pero con sonrisa Colgate, pegada en un palo; o por un hashtag de doble sentido que acompaña a la imagen de una mujer atractiva que explota su físico antes que sus ideas o propuestas; o por un pleito de barriada acompañado de toda clase de especulaciones en torno a la renuncia o no del candidato o de sus cuadros distinguidos.
La abulia de la comunicación política explica que el interés ciudadano se ubique en el final de las campañas más que en el contenido y la participación que podrían tener en ellas. Los ciudadanos tienen curiosidad sobre quién ganará la elección, más que sobre las políticas que estarían dispuestos a implementar una vez electos. Con los pocos elementos que se ofrecen, salvo en honrosísimas ocasiones, decidir el voto es como elegir un automóvil subcompacto, todos son iguales, los consumidores quisieran algo mejor pero no les alcanza, y a final de cuentas, acaban siendo profundamente decepcionantes (requieren más combustible del que presumían, son demasiado cortos, no están hechos para distancias largas, rinden mucho menos, y al final uno acaba vendiéndolos por mucho menor precio, o bien odiándolos en cada encendida).
Las propuestas políticas descafeinadas, dificultan distinguir entre candidatos, a final de cuentas todos ofrecen lo mismo excepto, por cierto, quienes se supone son los más malos de la película que, a lo mejor por la terrible imagen que se les ha hecho, acaban por esforzarse más en generar contenidos diversos; más o menos como la Coca Cola.
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