La naturaleza humana tiene sus límites; puede soportar, hasta cierto grado, la alegría, la pena, el dolor; si pasa más allá, sucumbe.
Goethe, Werther
El escabroso caso del niño de Torreón que asesina a su maestra y se suicida, es una escena desgarradora de la complejidad existencial de nuestro siglo, avecinando un ocaso ensombrecido de pulsiones de muerte, difícilmente descifrable para una sociedad vaciada o descompuesta de significados, y a la vez responsable de dichas patologías;
progresivamente más aterradoras a las anteriores. Ahora quedamos escalofriantemente pasmados de ver la inocencia de un niño transformada en un desbordamiento criminal y automutilante. Más allá de comprender el móvil criminal, el cuestionamiento ético es ¿Qué constructo socio-emocional estamos gestando en las nuevas generaciones que parece en muchos aspectos inhabilitarlos para la contención existencial?
Hablo de contención existencial: hacerme cargo responsablemente de mi condición humana, desde mis tribulaciones y conmociones de felicidad. Observando el ambiente proyectivo de las redes sociales como el nuevo pesebre existencial, encontramos la incubación de una antropología muy disímil al ideal humanista, porque está suscitando personalidades vulnerables y fácilmente seducidas por una mentalidad beligerante y transgresora de lo humano, orillándolos a una levedad existencial e incitándolos constantemente a salirse de los límites sobre todo morales y espirituales.
Ante este desbordamiento irresponsable de inhibir la vivencia comunitaria y espiritual, el ser humano queda desquebrajado, su hipermodernidad le ha liberado de la carga moral pero lo ha enajenado en un narcisismo vorágine de su propio ser. No hay contención, sólo la demanda constante de los deseos desenfrenados por saciar las necesidades de sus instintos descomunales, con una ansiedad constante de encontrarse a sí mismo en un mundo donde se siente abyecto, desarraigado, desfragmentado; se busca en su propio desorden sin encontrarse.
A mi parecer estamos frente a un dilema existencial bastante complejo, si antes se trataba de comprender al ser humano en sus dimensiones trascendentales, ahora se nos presenta una antropología de lo infrahumano. Este acontecimiento desgarrador que cimbra el provenir, debe ser una alerta emergente para reinventarnos como sociedad, reconociendo, a pesar de nuestra progreso tecnológico, nuestra enorme pobreza afectiva al tener innumerables carencias, heridas, traumas, complejos, trastornos y demás enfermedades emocionales irresueltas que requieren la inmediata intervención terapéutica en todos los niveles de educación.
De poco o nada sirve un operativo “mochila” que además de ser una imagen poco civilizatoria, es una propuesta de prevención temporal sin ir a la raíz del fenómeno social. Tenemos que presionar a que por ley en toda institución educativa estén los recursos terapéuticos necesarios para la prevención e intervención para la salud mental y emocional de las nuevas generaciones. De no hacerlo, la desventura generará actitudes psicópatas que pondrán aún más en entredicho la “civilidad” de un mundo con sombras históricas de barbarie.