/ viernes 18 de octubre de 2024

Derecho a manifestarse: voz y resistencia

“No estoy de acuerdo con tus ideas; pero defenderé con mi vida tu derecho a poder expresarlas”.

-Voltaire

El derecho a manifestarse, en las democracias modernas, es un recurso fundamental que garantiza la participación ciudadana en los procesos políticos, sociales y culturales. No es solo un privilegio; es un Derecho Humano consagrado en Tratados Internacionales, como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, y en nuestra Constitución en el artículo 6º.

A lo largo de la historia, las manifestaciones han sido catalizadores de profundas transformaciones; y también han expuesto las tensiones inherentes entre el poder estatal y la voluntad popular. Un ejemplo revelador se encuentra en la emblemática Marcha sobre Washington por el Trabajo y la Libertad en 1963, donde más de 250,000 personas se congregaron pacíficamente frente al Monumento a Lincoln en Estados Unidos. En este evento, Martin Luther King Jr. pronunció su famoso discurso "I Have a Dream", marcando un antes y un después en la lucha por los derechos civiles. Lo que comenzó como una manifestación pacífica y legítima, hizo tambalear los cimientos del racismo institucionalizado, forzando al gobierno estadounidense a aprobar leyes que garantizaban la igualdad de derechos para la comunidad afroamericana.

El Mayo Francés de 1968, por ejemplo, representó un levantamiento estudiantil que se convirtió en una revuelta masiva que combinó la lucha por reformas educativas con demandas laborales y sociales, generando un cuestionamiento radical al orden social y político de la época. Aunque el gobierno de Charles de Gaulle sobrevivió, el movimiento dejó huella en la cultura y las políticas laborales francesas, revelando la capacidad de la protesta para sacudir los cimientos de una sociedad.

En México, la Masacre de Tlatelolco expuso el lado más oscuro del Estado frente a la disidencia. El brutal ataque a los estudiantes en 1968, pocos días antes de los Juegos Olímpicos, dejó una cicatriz imborrable, mostrando cómo el poder puede recurrir a la violencia extrema para sofocar la voz ciudadana, lo que evidenció la fragilidad de las libertades civiles bajo regímenes autoritarios.

Del mismo modo, la Primavera Árabe (2010-2011) ofreció un reflejo de los límites y posibilidades de las manifestaciones sociales en la era moderna. Si bien en países como Túnez y Egipto las protestas derrocaron dictaduras y abrieron las puertas a procesos de democratización; en otros como Siria, las manifestaciones derivaron en conflictos devastadores, subrayando que la manifestación es el primer paso de un proceso largo y difícil. Manifestarse es un grito por justicia, y prueba del delicado equilibrio entre el cambio social y la reacción del poder; su impacto depende tanto de la respuesta estatal cuanto de la capacidad de las sociedades para convertir ese impulso inicial en transformaciones estructurales duraderas.

Hoy en día, hemos experimentado una ola de manifestaciones que, más allá de ser simples expresiones de descontento. Reflejan una profunda inquietud sobre el rumbo institucional de nuestro país. Las reformas constitucionales recientes, especialmente aquellas que afectan al Poder Judicial y a los mecanismos de control y equilibrio entre los poderes del Estado, han encendido alarmas en diversos sectores de la sociedad.

La ampliación de facultades del Ejecutivo y la percepción de una mayor centralización del poder han generado una legítima preocupación sobre la erosión de los contrapesos que son esenciales en toda democracia. Mucho más que una reacción coyuntural; son una advertencia. Las recientes manifestaciones nos llevan a una reflexión más profunda sobre el papel del ciudadano en la vida política contemporánea. Más allá de votar cada cierto tiempo, los ciudadanos tienen el derecho –y la responsabilidad– de participar activamente en la vigilancia del poder.

Representa la libertad de expresarse colectivamente, de levantar la voz en defensa de ideas, principios y derechos, o en contra de la injusticia. Ahora bien, la importancia de la manifestación no puede disociarse de sus repercusiones. Como cualquier derecho, su ejercicio lleva consigo responsabilidades y, a menudo, tensiones. No es absoluto. Tiene límites, generalmente establecidos para proteger el orden público o los derechos de terceros. La clave está en encontrar un delicado equilibrio entre su ejercicio legítimo y el mantenimiento de la paz y la seguridad pública.

Reprimirlo es negar la esencia misma de la democracia, y las consecuencias de tal represión pueden ser considerablemente peligrosas. En un Estado democrático y de Derecho, la manifestación es un vehículo para el diálogo social, un espacio donde los ciudadanos pueden interactuar con el poder y hacerle saber sus demandas, sus preocupaciones y propuestas. Cuando se niega este espacio, los malestares colectivos se acumulan, la legitimidad del gobierno se resquebraja y la sociedad entera sufre.

No es un capricho ni un acto de rebeldía; es una herramienta esencial de la participación democrática y un medio legítimo para exigir justicia, igualdad y respeto a los Derechos Humanos. En sus expresiones por todo el orbe y en diversos contextos, ha demostrado ser una vía efectiva para lograr cambios profundos y estructurales, aunque no sin sacrificios y riesgos. Sin embargo, es precisamente en esa posibilidad de transformación donde radica su poder.

Profesor de Derecho Civil y Derecho Familiar de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México

“No estoy de acuerdo con tus ideas; pero defenderé con mi vida tu derecho a poder expresarlas”.

-Voltaire

El derecho a manifestarse, en las democracias modernas, es un recurso fundamental que garantiza la participación ciudadana en los procesos políticos, sociales y culturales. No es solo un privilegio; es un Derecho Humano consagrado en Tratados Internacionales, como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, y en nuestra Constitución en el artículo 6º.

A lo largo de la historia, las manifestaciones han sido catalizadores de profundas transformaciones; y también han expuesto las tensiones inherentes entre el poder estatal y la voluntad popular. Un ejemplo revelador se encuentra en la emblemática Marcha sobre Washington por el Trabajo y la Libertad en 1963, donde más de 250,000 personas se congregaron pacíficamente frente al Monumento a Lincoln en Estados Unidos. En este evento, Martin Luther King Jr. pronunció su famoso discurso "I Have a Dream", marcando un antes y un después en la lucha por los derechos civiles. Lo que comenzó como una manifestación pacífica y legítima, hizo tambalear los cimientos del racismo institucionalizado, forzando al gobierno estadounidense a aprobar leyes que garantizaban la igualdad de derechos para la comunidad afroamericana.

El Mayo Francés de 1968, por ejemplo, representó un levantamiento estudiantil que se convirtió en una revuelta masiva que combinó la lucha por reformas educativas con demandas laborales y sociales, generando un cuestionamiento radical al orden social y político de la época. Aunque el gobierno de Charles de Gaulle sobrevivió, el movimiento dejó huella en la cultura y las políticas laborales francesas, revelando la capacidad de la protesta para sacudir los cimientos de una sociedad.

En México, la Masacre de Tlatelolco expuso el lado más oscuro del Estado frente a la disidencia. El brutal ataque a los estudiantes en 1968, pocos días antes de los Juegos Olímpicos, dejó una cicatriz imborrable, mostrando cómo el poder puede recurrir a la violencia extrema para sofocar la voz ciudadana, lo que evidenció la fragilidad de las libertades civiles bajo regímenes autoritarios.

Del mismo modo, la Primavera Árabe (2010-2011) ofreció un reflejo de los límites y posibilidades de las manifestaciones sociales en la era moderna. Si bien en países como Túnez y Egipto las protestas derrocaron dictaduras y abrieron las puertas a procesos de democratización; en otros como Siria, las manifestaciones derivaron en conflictos devastadores, subrayando que la manifestación es el primer paso de un proceso largo y difícil. Manifestarse es un grito por justicia, y prueba del delicado equilibrio entre el cambio social y la reacción del poder; su impacto depende tanto de la respuesta estatal cuanto de la capacidad de las sociedades para convertir ese impulso inicial en transformaciones estructurales duraderas.

Hoy en día, hemos experimentado una ola de manifestaciones que, más allá de ser simples expresiones de descontento. Reflejan una profunda inquietud sobre el rumbo institucional de nuestro país. Las reformas constitucionales recientes, especialmente aquellas que afectan al Poder Judicial y a los mecanismos de control y equilibrio entre los poderes del Estado, han encendido alarmas en diversos sectores de la sociedad.

La ampliación de facultades del Ejecutivo y la percepción de una mayor centralización del poder han generado una legítima preocupación sobre la erosión de los contrapesos que son esenciales en toda democracia. Mucho más que una reacción coyuntural; son una advertencia. Las recientes manifestaciones nos llevan a una reflexión más profunda sobre el papel del ciudadano en la vida política contemporánea. Más allá de votar cada cierto tiempo, los ciudadanos tienen el derecho –y la responsabilidad– de participar activamente en la vigilancia del poder.

Representa la libertad de expresarse colectivamente, de levantar la voz en defensa de ideas, principios y derechos, o en contra de la injusticia. Ahora bien, la importancia de la manifestación no puede disociarse de sus repercusiones. Como cualquier derecho, su ejercicio lleva consigo responsabilidades y, a menudo, tensiones. No es absoluto. Tiene límites, generalmente establecidos para proteger el orden público o los derechos de terceros. La clave está en encontrar un delicado equilibrio entre su ejercicio legítimo y el mantenimiento de la paz y la seguridad pública.

Reprimirlo es negar la esencia misma de la democracia, y las consecuencias de tal represión pueden ser considerablemente peligrosas. En un Estado democrático y de Derecho, la manifestación es un vehículo para el diálogo social, un espacio donde los ciudadanos pueden interactuar con el poder y hacerle saber sus demandas, sus preocupaciones y propuestas. Cuando se niega este espacio, los malestares colectivos se acumulan, la legitimidad del gobierno se resquebraja y la sociedad entera sufre.

No es un capricho ni un acto de rebeldía; es una herramienta esencial de la participación democrática y un medio legítimo para exigir justicia, igualdad y respeto a los Derechos Humanos. En sus expresiones por todo el orbe y en diversos contextos, ha demostrado ser una vía efectiva para lograr cambios profundos y estructurales, aunque no sin sacrificios y riesgos. Sin embargo, es precisamente en esa posibilidad de transformación donde radica su poder.

Profesor de Derecho Civil y Derecho Familiar de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México