Una reforma constitucional es el proceso a través del cual una Nación modifica su ley fundamental, el documento que define su identidad política y jurídica, y que sirve de base para todas las demás leyes. No es simplemente un ajuste técnico; es un acto que transforma el pacto social mismo, respondiendo a las necesidades cambiantes de la sociedad.
Una Constitución no debe ser un monumento inmutable, pero tampoco puede ser alterada con ligereza. Requiere un equilibrio entre flexibilidad y estabilidad. En México, reformarla implica un proceso deliberado y complejo, donde la voluntad política debe estar respaldada por un consenso amplio. La Constitución, en su esencia, es un reflejo de nuestra alma y su cambio debe responder a grandes causas: corregir injusticias, garantizar derechos, o enfrentar crisis estructurales que el texto original no preveía.
Para que una reforma constitucional prospere en México, se requiere la aprobación de una mayoría calificada en ambas cámaras del Congreso, es decir, el voto de las dos terceras partes de los legisladores presentes. Que en el caso de la Cámara de Diputados equivale a 334 votos de los 500 diputados, y en el Senado se necesitan 86 votos de los 128 senadores. Esta elevada exigencia garantiza que cualquier modificación tenga un respaldo amplio y no sea producto de decisiones impulsivas o parciales.
Una vez que las reformas o adiciones sean aprobadas por el Poder Legislativo, deberán ser ratificadas por la mayoría absoluta (la mitad más uno) de las Legislaturas de las Entidades Federativas —es decir, al menos 17 de las 32— para completar el proceso legislativo. Además, las reformas deben publicarse en el Diario Oficial de la Federación por el Ejecutivo Federal. Sólo con este respaldo de las legislaturas estatales y su publicación oficial, se culmina el ciclo de modificación constitucional, asegurando así que los cambios tengan un amplio consenso y validez legal.
A lo largo de nuestra historia, hemos sido testigos de reformas constitucionales trascendentales, desde la Constitución de 1857 hasta la de 1917, que nació de los ideales revolucionarios. Hoy, con el Plan C en marcha, López Obrador busca inscribir su administración en los anales de la historia como otro punto de inflexión constitucional.
De este modo, una reforma constitucional, bien entendida, es una herramienta poderosa de cambio. No es un simple trámite legislativo; es una oportunidad para redefinir nuestro futuro.En el fondo, es mucho más que un proceso jurídico como lo estamos viviendo. Es un diálogo con la historia, una respuesta al clamor del presente y una apuesta al porvenir. Cada modificación implica repensar los cimientos sobre los cuales descansa la estructura del Estado y la convivencia social.
Ahora bien, es una realidad tangible que el control legislativo por parte de un sólo partido presenta un dilema para la democracia mexicana: puede ser un motor de transformación o una herramienta de control. Bajo este esquema, pueden ser instrumentos para construir un país más justo, con una estructura que responda mejor a las necesidades del pueblo. Sin embargo, cuando ese poder no se equilibra con un diálogo constante y un respeto por la pluralidad, el riesgo de autoritarismo es latente.
En última instancia, el destino de esta mayoría absoluta y su impacto en la democracia mexicana dependerá de la capacidad del gobierno para equilibrar el deseo de transformación con el respeto a las instituciones y a la pluralidad política. De lo contrario, el poder de cambiar la Constitución podría convertirse en una herramienta peligrosa que, lejos de fortalecer el sistema democrático, lo debilite estructuralmente.
Profesor de Derecho Civil y Derecho Familiar de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México