/ viernes 29 de noviembre de 2024

¿Estamos próximos a una guerra nuclear?

“Bajo los escombros están los festejos del que apretó el botón rojo, y no se atrevió a mirarme a los ojos”.

-René Pérez Joglar

En el umbral de una posible guerra nuclear, la humanidad enfrenta una amenaza que trasciende las fronteras geográficas y las diferencias ideológicas. Este peligro latente, agudizado por las tensiones políticas actuales recuerda que la historia, aunque distante, nos habla con una claridad inquietante. Desde el surgimiento del armamento nuclear hasta la creación del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, el mundo ha oscilado entre la búsqueda de la paz y la preparación para la guerra, dejando a su paso una estela de vulneraciones a los derechos humanos y sufrimiento para los más vulnerables: las personas comunes.

El 6 y 9 de agosto de 1945, Hiroshima y Nagasaki se convirtieron en sinónimos de devastación. Estas ciudades japonesas fueron arrasadas por las primeras bombas nucleares, marcando un punto de inflexión en la historia de la humanidad. En un instante, cientos de miles de vidas fueron aniquiladas, y generaciones enteras quedaron marcadas por los efectos de la radiación. Este episodio, que puso fin a la Segunda Guerra Mundial, reveló el potencial destructivo de una tecnología concebida para disuadir al enemigo; pero capaz de acabar con la civilización.

A raíz de estas tragedias, el mundo entendió que el poder nuclear no sólo representaba un instrumento de supremacía militar; sino un arma contra la propia existencia humana. Este entendimiento llevó a la creación de un marco internacional destinado a prevenir futuros conflictos de esta magnitud.

En 1945, la Carta de las Naciones Unidas estableció el Consejo de Seguridad como el guardián de la paz mundial. Con cinco miembros permanentes —Estados Unidos, Rusia, China, Francia y el Reino Unido— y diez miembros no permanentes. Este órgano fue diseñado para tomar decisiones vinculantes en la prevención de conflictos armados. Sin embargo, su eficacia ha sido cuestionada a lo largo de las décadas, particularmente cuando los intereses de los miembros permanentes chocan, como ocurre en el conflicto actual entre Rusia y Ucrania.

En medio de esta vorágine geopolítica, los derechos humanos —el núcleo de la dignidad humana— se ven relegados a un segundo plano. Las bombas no distinguen entre soldados y civiles; las madres que huyen con sus hijos, los ancianos atrapados en los escombros y los niños privados de su infancia son las verdaderas víctimas de esta guerra.

Una guerra nuclear, incluso a escala limitada, resultaría en una catástrofe global: el invierno nuclear, el colapso de los ecosistemas y la inanición masiva son riesgos tangibles que los líderes globales ignoran en su afán de imponerse. Mientras los aquéllos intercambian amenazas y planifican estrategias, los que más sufren son aquellos a quienes raramente se les da voz, que no comprenden las razones de la guerra, pero que llevan sus cicatrices.

Ellos no se sientan en las mesas de negociación ni se benefician de los tratados de paz. Son, para los poderes en disputa, cifras en un informe, únicamente "daños colaterales" en una contienda que enriquece a las industrias armamentistas y fortalece agendas políticas.

La pregunta que debemos plantearnos es si los líderes mundiales, sea cual fuere su nombre y nacionalidad, han perdido la capacidad de empatizar con aquellos a quienes representan. Las decisiones de la élite política y militar parecen desconectadas de las realidades cotidianas de las personas que simplemente desean vivir en paz, educar a sus hijos y prosperar en un mundo seguro.

Si olvidamos que la verdadera seguridad no radica en el arsenal que poseemos, sino en la dignidad con la que tratamos a nuestros semejantes, estaremos condenados a repetir los errores del pasado, a costa de nuestra propia humanidad. En última instancia, la guerra no tiene ganadores, sólo víctimas. La historia nos lo ha enseñado, pero es nuestra responsabilidad escuchar y actuar antes de que sea demasiado tarde.

Profesor de Derecho Civil y Derecho Familiar de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México

“Bajo los escombros están los festejos del que apretó el botón rojo, y no se atrevió a mirarme a los ojos”.

-René Pérez Joglar

En el umbral de una posible guerra nuclear, la humanidad enfrenta una amenaza que trasciende las fronteras geográficas y las diferencias ideológicas. Este peligro latente, agudizado por las tensiones políticas actuales recuerda que la historia, aunque distante, nos habla con una claridad inquietante. Desde el surgimiento del armamento nuclear hasta la creación del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, el mundo ha oscilado entre la búsqueda de la paz y la preparación para la guerra, dejando a su paso una estela de vulneraciones a los derechos humanos y sufrimiento para los más vulnerables: las personas comunes.

El 6 y 9 de agosto de 1945, Hiroshima y Nagasaki se convirtieron en sinónimos de devastación. Estas ciudades japonesas fueron arrasadas por las primeras bombas nucleares, marcando un punto de inflexión en la historia de la humanidad. En un instante, cientos de miles de vidas fueron aniquiladas, y generaciones enteras quedaron marcadas por los efectos de la radiación. Este episodio, que puso fin a la Segunda Guerra Mundial, reveló el potencial destructivo de una tecnología concebida para disuadir al enemigo; pero capaz de acabar con la civilización.

A raíz de estas tragedias, el mundo entendió que el poder nuclear no sólo representaba un instrumento de supremacía militar; sino un arma contra la propia existencia humana. Este entendimiento llevó a la creación de un marco internacional destinado a prevenir futuros conflictos de esta magnitud.

En 1945, la Carta de las Naciones Unidas estableció el Consejo de Seguridad como el guardián de la paz mundial. Con cinco miembros permanentes —Estados Unidos, Rusia, China, Francia y el Reino Unido— y diez miembros no permanentes. Este órgano fue diseñado para tomar decisiones vinculantes en la prevención de conflictos armados. Sin embargo, su eficacia ha sido cuestionada a lo largo de las décadas, particularmente cuando los intereses de los miembros permanentes chocan, como ocurre en el conflicto actual entre Rusia y Ucrania.

En medio de esta vorágine geopolítica, los derechos humanos —el núcleo de la dignidad humana— se ven relegados a un segundo plano. Las bombas no distinguen entre soldados y civiles; las madres que huyen con sus hijos, los ancianos atrapados en los escombros y los niños privados de su infancia son las verdaderas víctimas de esta guerra.

Una guerra nuclear, incluso a escala limitada, resultaría en una catástrofe global: el invierno nuclear, el colapso de los ecosistemas y la inanición masiva son riesgos tangibles que los líderes globales ignoran en su afán de imponerse. Mientras los aquéllos intercambian amenazas y planifican estrategias, los que más sufren son aquellos a quienes raramente se les da voz, que no comprenden las razones de la guerra, pero que llevan sus cicatrices.

Ellos no se sientan en las mesas de negociación ni se benefician de los tratados de paz. Son, para los poderes en disputa, cifras en un informe, únicamente "daños colaterales" en una contienda que enriquece a las industrias armamentistas y fortalece agendas políticas.

La pregunta que debemos plantearnos es si los líderes mundiales, sea cual fuere su nombre y nacionalidad, han perdido la capacidad de empatizar con aquellos a quienes representan. Las decisiones de la élite política y militar parecen desconectadas de las realidades cotidianas de las personas que simplemente desean vivir en paz, educar a sus hijos y prosperar en un mundo seguro.

Si olvidamos que la verdadera seguridad no radica en el arsenal que poseemos, sino en la dignidad con la que tratamos a nuestros semejantes, estaremos condenados a repetir los errores del pasado, a costa de nuestra propia humanidad. En última instancia, la guerra no tiene ganadores, sólo víctimas. La historia nos lo ha enseñado, pero es nuestra responsabilidad escuchar y actuar antes de que sea demasiado tarde.

Profesor de Derecho Civil y Derecho Familiar de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México