Han pasado ya algunos días desde que se llevaron a cabo las elecciones en Venezuela y con la cabeza más fría me he dispuesto a escribir estas líneas. Por supuesto que no quiero que se piense que tengo una posición política al respecto porque es justo eso, bajo mi perspectiva, lo que ha hecho que la comentocracia continental mantenga un acalorado diálogo sobre lo que conviene o no al desarrollo de la vida electoral en Venezuela.
Por un lado, quiero decir que Venezuela se ha manejado, luego de la entrada del chavismo, como una nación que ha ido robusteciendo paulatinamente su sistema electoral, al grado de ser uno de los más fuertes del continente. Sin embargo, por el otro lado, el hecho de tener un sistema fuerte no significa que sea del todo creíble para los extranjeros pues, como sabemos, la realidad de la democracia en la América Latina depende de los intereses y la palomita que los Estados Unidos y la OEA pongan al gobierno en turno y, como es de todos conocido, en Venezuela hay asimetrías importantes y profundas que han lastimado las relaciones diplomáticas entre el gobierno chavista de Maduro y los Estados Unidos.
Ahora, en mi visión académica del problema político en Venezuela juegan un par de actores que no siempre son tomados en cuenta por quienes hacen el análisis y que más que usar la razón, (creo) tiene que ver con el ejercicio de la rabia y de los sentimientos que emanan desde el corazón y del estómago. Obviamente, en estas líneas no pretendo juzgar el libre pensamiento de cada quien, pues no me encuentro en los zapatos de uno ni de otro, sin embargo, me gustaría precisar que la problemática venezolana tiene que ver con la falta de coherencia que se vive en ambos lados de la trinchera. Me explico.
Desde la visión oficialista del gobierno de Maduro, los gobiernos externos tendrían que reconocer el triunfo de Maduro, sin embargo cuesta trabajo reconocer que el triunfo de alguien que no ha sido claro en el respeto a la democracia pueda ser verdadero pues, al contrario de todo lo que se ha vivido en la América Latina, no es bien visto por la comunidad internacional que sea el mismo personaje el que se mantenga al frente de un gobierno porque hay que recordar que Maduro inició el suyo luego de la muerte de Hugo Chávez allá por el 2013, lo que hace que este triunfo reafirme que un solo personaje sea el que gobierne por tantos años. Es decir, este proceso democrático donde el que gana es el mismo nombre suena muy familiar a los procesos antidemocráticos que se vivieron a lo largo y ancho del subcontinente en el siglo pasado, lo cual ayuda a que el discurso antimadurista lo utilice a su favor para su retórica, donde se advierte que, a pesar del proceso democrático, el resultado es el mismo: una dictadura.
Por otro lado, existe el discurso impulsado por los enemigos políticos de Nicolás Maduro que le han juzgado fuertemente como un dictador y que no reconocen su triunfo. Es más, le invitan a presentar pruebas fehacientes de que ganó la elección y se apoyan del aparato impulsado por la OEA para eliminar el chavismo de Venezuela y, con ello, terminar con la ola revolucionaria que no han podido expulsar de la América Latina en los últimos 25 años. El problema es que, de acuerdo al Derecho Internacional, ningún gobierno debería de intervenir en los asuntos internos de otros, pero, como cada quién tiene su propia perspectiva del problema, gobiernos como el de Gabriel Boric en Chile y el de Luis Lacalle Pou en Uruguay se han manifestado en reconocer al contrincante de Maduro, Edmundo González, como ganador de la elección.
El problema, bajo mi perspectiva, radica en que la OEA no ayuda ni suma a resolver el problema diplomático ni político pues, es por todos sabido, participó como autor intelectual del golpe de Estado sufrido en Bolivia hace apenas 5 años en contra de Evo Morales, amigo de Maduro, por cierto, lo cual hace que su pronunciamiento en contra de Maduro carezca de coherencia.
Ahora, a pesar de todo lo descrito con anterioridad, la realidad es que la posición de los gobiernos de Petro en Colombia, Lula en Brasil y López Obrador en México tampoco ha ayudado a que se esclarezca el problema ni a ver la luz al final del túnel, pues aunque no han reconocido a Edmundo González como ganador de la elección, que por cierto se sucedió el día del aniversario luctuoso de Hugo Chávez, tampoco han salido a reconocer el triunfo de Maduro, pues se han limitado a pedir al gobierno venezolano que presente las pruebas de su triunfo a la comunidad internacional, lo cual desata una ola de discrepancias que ya no solo tienen que ver con la tradicional lucha de izquierdas y derechas en el continente, sino con un claro interregno que vive la América Latina, en donde ninguno de sus poderes hegemónicos se decantan por una decisión.
Finalmente, el problema tiene un mayor impacto en el desarrollo económico de América del Sur, pues hay que recordar que, aunque suspendido, Venezuela es miembro del Mercosur, donde también participan naciones que están en su contra, tales como Argentina, Paraguay y Uruguay, además de tener a Bolivia que, a través de Lucho Arce, sí reconoce a Maduro como ganador. Finalmente, el Brasil de Lula que con su tibieza no abona en nada.
Entonces, el lector podría preguntarse cuál sería la solución. La realidad es que no la tengo, pero me atrevo a decir que las cosas hubieran sido otras si desde el inicio Maduro hubiera preparado su salida a través de un sucesor, pues eso hubiera ayudado a disminuir la condena internacional y se habría respetado el proceso electoral, al menos por un periodo mayor. Pero como esto es solo una suposición de algo que no sucedió, mientras ganará quien tenga que ganar, perdiendo, como siempre, la Patria Grande.
FERNANDO ABREGO CAMARILLO es Doctor en Ciencias Administrativas por el IPN. Profesor, investigador y analista en temas internacionales y educativos. Asociado COMEXI. Sígalo en x: @fabrecam