Por Misael Pérez Morales
Cada año somos testigos de cómo nuestras tradiciones atraen la atención de personas de todo el mundo; dicha atracción puede observarse en algunas comunidades con profundas tradiciones, donde los extranjeros se interesan en documentar los símbolos y los significados de nuestras celebraciones, para después mostrarlos a sus connacionales en sus respectivos países o, incluso, a miles alrededor del mundo.
Yo no me había enterado de cuánto se daba esto último hasta que, en un viaje a Ocotepec, Morelos, el primero de noviembre, un grupo de documentalistas rusos estaba tomando imágenes de algunos adornos de una ofrenda expuesta en la ayudantía de esa localidad. También entrevistaron a algunos de los residentes, que explicaban en qué consistía cada uno de los elementos que conformaban las ofrendas en la tradición del día de muertos. Se mostraban emocionados por comprender más de nuestro patrimonio cultural.
Igualmente he visto a visitantes del viejo continente recorrer, no las grandes ciudades, sino los pequeños poblados que están a sus alrededores —cada uno con un componente distinto dentro de las costumbres en las que todo el país participa—.
A raíz de eso, yo me he preguntado: a ellos, como a muchos extranjeros, ¿qué los atrae tanto, pero que a nosotros que estamos aquí hace que nos interesemos cada vez menos en replicar nuestras propias festividades?
Hemos dejado que culturas externas impacten significativamente en la celebración de, por ejemplo, Día de Muertos; he visto cómo el Halloween corría paralelamente con nuestra festividad: Monstruos, demonios y sangre falsa se combinaban con el cempasúchil, el papel picado y el pan de muerto.
Nos conmovemos más viendo representaciones de cine del Día de Muertos (producciones no de nuestro país, sino de Hollywood), que vivir en carne propia lo que significa participar en la elaboración de una ofrenda desde el principio, con el sentimiento de nostalgia que al hacerlo genera. Nos hacemos cada vez más reticentes a probar y contribuir a la preservación de nuestra cultura —claro que existen partes del país en las que dicho ejemplo, la cultura se encuentra apreciablemente arraigada—.
Por lo anterior, corremos el riesgo de alterar la percepción del significado de nuestro patrimonio cultural hacia nuevas generaciones; posteriormente, de simplificarla. Esto último podría derivar en que la transmisión del conocimiento hacia nuestra descendencia, en lo que se refiere al significado de nuestras tradiciones, ya no será auténtica; más bien podría verse sometida a la importación y adaptación de configuraciones sociales que, en cierto modo, impiden el impulso de la esencia mexicana.
Por otro lado, no debemos pensar en intentar revertir lo anterior poniendo como punto de partida el promover la explotación de nuestras festividades con el afán de atraer el mercado turístico, tanto nacional como extranjero; más bien, considero preciso mirar atrás y contemplar una vez la estela que hemos dejado a través de nuestra historia; observar que probablemente nuestro rastro comienza a ser cada vez menos notable, y conforme pasa el tiempo, menos duradero.
Retomar lo nuestro, aquello que ha sobrevivido a los acontecimientos históricos que han determinado indudablemente el rumbo de nuestro país podría volverse un asidero para reforzar el sentido de pertenencia que, alrededor del mundo, nos ha caracterizado; para alejar nuestros conflictos, engarzar nuestras comunidades, e ir formando nuestro propio rumbo.
Misael Pérez Morales es estudiante de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos