/ lunes 6 de septiembre de 2021

Tepoztlán: extraño viento sobre el polvo de recuerdos I

Transito por sendas de poder. Extraños caminos: cerros cubiertos de esculturas hechas en piedra natural, regados de caminos apenas salpicados con alumbrado público.

En un tiempo, a decir del sabio peruano don Daniel Ruzo de los Heros que fue criptógrafo, poeta, arqueoastrónomo, especialista en Dimensiones Paralelas y profeta, fue tierra de atlantes hacedores de templos monolíticos que dejaron para la posteridad la duda de técnicas avanzadas que hoy desconocemos. Actualmente, Tepoztlán es un pueblo sordo a ideas de progreso que terco arrastra los pies y respira nostálgico sobre el polvo de sus recuerdos.

Lo que un día fueran terrazas artificiales formadas con rocas en una serie de corredores ganados a los cerros que rodean la vista donde quiera que se mire, muestran vestigios de historias antiguas, de cosas que hablan sólo de su remoto pasado, que permanecen mudas custodiando con celo una secreta tradición que pasa como una diagonal de poniente a oriente mientras que encima de estos cerros, los cielos, intensamente azules, son una larga interrogante que choca, desentona, con quienes no entienden de viejos tiempos en un sitio, bautizado como Valle Sagrado por don Daniel, un inolvidable personaje que dejó honda huella en quien esto escribe.

Estudioso de las culturas desaparecidas, en 1952 alcanzó la altiplanicie de Marcahuasi que es una árida meseta situada al oeste de la cordillera de los Andes, en ella descubrió animales y rostros humanos tallados en la roca. Ruzo, que pasó el resto de su longeva vida investigando la identidad de aquellos escultores, al fin su búsqueda lo condujo hasta una remota civilización a la que él llamó Cultura Masma fundada presumiblemente por sobrevivientes al llamado Diluvio Universal. Ciudadano y viajero del mundo en busca de zonas sagradas las que documentaba cuidadosamente, atraído a Morelos por la magia de este pueblo mágico que además de sus esculturas simbólicas y de sus cumbres que albergan pirámides, guarda en su base o bajo ella, cavernas pétreas que habrán de salvar a hombres y mujeres para una nueva humanidad de una más de las cíclicas catástrofes que han ocurrido a través del tiempo y que ahora, expresaba enigmático, vendría a través del aire. Esto que mencionó varias veces incluso decía, está indicado en la azteca Piedra del Sol, repetía el profeta décadas antes de finalizar el siglo XX cuando todavía la actual pandemia aún no asomaba su rostro. Un rostro que a decir de conocedores, llegó para quedarse.

Decía don Daniel, hombre singular: mágico y cósmico a la vez, que nació en 1900 y murió 91 años después, que los bosques enormes de encino y pirul que rodean estas montañas sagradas fueron guardianes de las tallas que culturas ya desaparecidas, legaron a la posteridad como un recordatorio de su cultura y que a través del tiempo, de mitos y leyendas, sobreviven hoy con diferentes grados de conservación. Palabras de don Daniel Ruzo: “No hay que llenarse de ideas, sino de conciencia. Vivimos un mundo de lo efímero, del accidente y de la cantidad en la que nos han metido. Nos han dicho mentiras religiosas y científicas”, decía sentado tranquilo sobre un cómodo sillón en un rincón de su habitación con vista a su jardín y junto a Isis, su preciosa gata siamesa, aquí en Cuernavaca, en su señorial casona en el barrio de Chulavista. Ruzo de los Heros, que en 1974 publicara el Manifiesto de Tepoztlán, amó tanto este lugar, que el último tercio de su vida lo pasó entre Cuernavaca y Tepoztlán, siempre acompañado de su esposa Carola Cisneros de Ruzo, peruana como él, “pretendiendo reunir espiritualmente a los seres humanos ya convencidos de la necesidad, entre otras cosas, de salvar mitos, leyendas, conjuntos simbólicos, nociones del tesoro y concepciones de los libros sagrados así como la revelación tradicional que heredamos y debemos entregar a una nueva humanidad. Tengo pruebas en mí mismo de que existe una memoria del alma, totalmente diferente”, sus palabras, --en ese entonces escuchadas por quien esto escribe--, han quedado guardadas en papeles que hoy, al abrir un cajón, salieron a mi encuentro. Reproduzco sus palabras: “Empleando técnicas para reproducir en nosotros los cambios necesarios, es posible llegar. Todo depende de cada uno. Nadie sabe tanto como para podernos enseñar, pero claro, --mencionaba seguro de sí mismo--, todo Tepoztlán es atlante. Están caminando los tiempos. Se acerca el fin de esta humanidad y lo que no se ha dicho nunca abiertamente se comenzará a ver, a escuchar y a oír, hay algo más fuerte que esto, evidentemente”. Casi 40 años juntos, Daniel y Carola, Carola y Daniel, uno al lado del otro, conversaban y convivían con una armonía esa gran pareja de viejos sabios, con una convivencia tan grata entre ellos que se percibía desde que llegaron a México buscando conocer viejos secretos. Al vislumbrar la región de Tepoztlán por primera vez desde el mirador donde pararon para contemplarlo a gusto antes de la curva denominada La Pera en la autopista CDMX-Cuernavaca, don Dantil encontró con Carola, no sólo su destino, sino el lugar que afirmara sus conocimientos; así escribió desde su residencia en Cuernavaca: “El Rumbo Cierto” y “La Carretera Blanca”, entre otros libros. Hoy toda su biblioteca fue adquirida completa por la Universidad de Berkeley, en San Francisco, California. Al llegar a su casa, se subía al segundo piso donde se encontraba su maravillosa biblioteca con verdaderos libros “incunables”, al subir, lo hacía uno siempre bajo la mirada atenta de atlantes colgados en fotografías tomadas desde el aire por don Daniel y piloteando su amigo Carlos Iragorri. Fotos en sus paredes que pese al paso del tiempo no lograban cambiar su rostro, don Daniel afirmaba que sus maestros fueron los que encontró “leyendo, sacando conclusiones y buscando siempre la realización, no el conocimiento. La única realización personal se puede producir en cualquier religión o fuera de ellas”, insistía. Al preguntarle, qué significaba la muerte para él, semanas antes de su propia muerte, me respondió con ese acento peruano tan suyo, tan dulce así como cantadito: “Si se ha vivido de verdad, si se ha vivido para dentro, no para fuera, la muerte no tiene ninguna importancia, pero absolutamente ninguna. Pasamos por la vida pensando que nuestra realidad es la única. Lo terrible es que en nombre de esa realidad y en nombre de nuestra manera cerebral de pensar, somos capaces de matar. Es horrible, horrible”.

Cuando don Daniel hablaba, todo se silenciaba en torno. Era como si el aposento donde descansaba entrara a una semi penumbra donde sólo su cansada mirada de sabio anciano, brillaba. Recordarlo, a 30 años de su muerte es recordar las viejas penumbras del Tepoztlán desconocido, no el de visitantes o turistas, tampoco el de los hippies que atraídos por su historia llegan a vivir la vida, a veces en comunas muy ad hoc a ellos. Tampoco está su presencia en eventos culturales de élites que esconden su rostro en este pueblo del México antiguo, ni en las neverías o tiendas de curiosidades. Ni en el tianguis dominical, ni en elegantes mansiones disfrazadas de elegante adobe y cal. A Daniel Ruzo podremos atisbarlo siempre en Tepoztlán, --donde pidió ser sepultado--, en los resquicios de los cerros que cambian de tonalidad y de imágenes al paso del sol. O lo podremos mirar cerca de las entradas secretas de la noche, donde el tiempo sonríe enigmáticamente sabiendo que no existe, donde el mundo escéptico se devuelve y sólo queda la memoria de hombres que cabalgan toda su vida en una cruzada tras una santa locura: La de ser ellos mismos. Todo esto en torno a este pueblo donde aún refulgen los moños morados y los pétalos de flores con olor a ramos de manzanilla, panecillos y agua de jamaica o de horchata con adornos de naranjas y hojas de elote. O también detrás, en la penumbra del tiempo, donde a veces…hay silencio. Y hasta el próximo lunes queridos lectores.