En la escuela primaria habían anticipado el festival de las madres y fue entonces cuando Manolo, el más pequeño de los hermanos, recitó su hermosa poesía.
Allá, cerca de Sumiya
se congregaban poetas
con un arma muy valiosa
que usaban en sus libretas
por las tardes de los jueves.
Con un cielo bien lluvioso
escapando de las gotas
una de éllas, llegó tarde
y una canasta, sin flores.
Antes que todo, poemaron,
siempre reducido el tiempo
sacando fuego a sus textos
todas muy bien concentradas
y después de sus lecturas
espontáneas curiosearon.
¿Qué es eso tan colorido?
desenvueltas preguntaron,
“les he traido caimitos
que les habia prometido”
respondió la halagüeña,
orgullosa y complaciente.
Otra de las escritoras
quien ya había escuchado el nombre
de esa fruta tan violácea
derepente en su memoria
los recuerdos se asomaron:
Cuenta la historia que un día
su madre ya muy enferma
se acordaba de tu tierra,
del faisán, de las jaranas
y los sabores de infancia.
¡Ay Madre!, pensó esta autora
y ahora que tú te has ido
me entero que en esta tierra
tan amada y tan sufrida
también se encuentran los frutos
aquellos que tanto amabas,
que tus labios saboreaban,
de los cuales yo ignoraba.
Se fue entonces, la escritora
con su valiosa presea
muy pensativa en el viaje
y al llegar a su morada
al probar justo el primero,
no pudo ocultar su llanto.