Segunda parte. Así continúa el historiador estadunidense John Womack, en 1967:
“Zapata no era hombre al que le gustase andar con zalamerías, pequeños enredos, dobleces, ni adulonas tortuosidades. Inquieto y deprimido, no tardó en hallarse de regreso en Anenecuilco, donde comentó amargamente que en la capital los caballos vivían en establos que podrían avergonzar la casa de cualquier trabajador de todo el estado de Morelos. Aunque los días de fiesta se vistiese de punta en blanco y cabalgase por la aldea y por el pueblo cercano de Villa de Ayala en su caballo con silla plateada, la gente nunca dudó de que siguiese siendo uno de los suyos. A pesar de sus excelentes caballos y de sus ricos trajes, los de Anenecuilco nunca lo llamaron don Emiliano, lo cual lo hubiese apartado de las moscas, el estiércol y el barro de la vida local, y hubiese trocado el respeto real que sentían por él en una vaga respetabilidad de señor del campo. En Anenecuilco, sentían que era uno de los suyos, y nunca les hizo sentirse mal por tratarlo como a tal. Le llamaban Miliano y, cuando murió, “pobrecito”. Para ellos, era un vecino, un primo joven que podría encabezar el clan, un sobrino amado, firme y verdadero”.
“Éste fue el hombre que los aldeanos eligieron para presidente de su concejo. Pero cuando lo eligieron, también estaban apostando a que no habría de cambiar. Lo que los convencía de que, una vez delegado en él el poder, no habría de cambiar y abusar de su confianza (lo que hizo que la duda no surgiese en la mente de nadie) fue la reputación de su familia. El apellido Zapata era importante en Anenecuilco. Había aparecido por primera vez en los asuntos locales como el nombre de un rebelde, durante la guerra de Independencia, de comienzos del siglo”.
Ahora Womack deja la historia y ve el presente: “En el campo rico, húmedo y caliente de Morelos, en el que la única pausa entre las cosechas era la del tiempo que necesitaban para madurar los cultivos, la nueva estructura de la tenencia de las tierras era un reflejo de la vieja utopía populista. Un antropólogo norteamericano, bondadoso pero sagaz, que estaba haciendo investigaciones en Tepoztlán, descubrió que la esencia de la vida en el lugar era una armonía rústica, un desahogo y una satisfacción. La misma visión pasmó a un periodista norteamericano, cuyos comentarios comúnmente eran acerbos. “¡Tepoztlán! ¿Serás tan autosuficiente, tan heroicamente bello de aquí a cien años? —exclamó—. Si acierto a leer —continuó— la palma divina de tu destino, habrás de amar siempre tus tradiciones”.
“Ya en 1950, cerca de una cuarta parte de los residentes de Morelos no había nacido allí. En municipios como los de Zacatepec, Jojutla y Cuautla la proporción oscilaba entre una tercera parte y cerca de la mitad, y en Cuernavaca los naturales eran la minoría. Hacia 1960, la proporción de inmigrantes en el estado era de un 36%. Seis o siete años más tarde se acercó al 50%”.
“Por lo común, como las mujeres de Anenecuilco están dentro de sus casas y los hombres se han ido a los campos, el pueblo parece vacío, casi desierto. De vez en cuando aparecen jóvenes, a realizar callados mandados por la calle o gritando mientras juegan en el polvoriento patio bardeado junto a la iglesia. El visitante forastero pegó un respingo al verlos. En este pueblo, no pudo menos que pensar, los niños aprenden todavía a respetar a sus mayores, a cumplir los deberes con sus semejantes, a ser honestos en el trabajo y en el juego, lecciones curiosas para andar en un mundo que está a punto de enviar a un hombre a la luna, que es intencionadamente capaz de librar una guerra nuclear y que ya se ha hecho culpable de genocidio. Pero, siendo de Anenecuilco, pudo decidir, probablemente sabrían soportar las penas y fatigas que les deparase el futuro”.
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