Crudeza del tiempo

La joven madre se dio cuenta de la inundación casi hasta que iba de salida con sus hijos. Justo porque el mayor de sus hijos Antonio, se asomó por una ventana, y le dijo -Mami, veo mucha agua–, y sí, la lluvia estaba sin cesar

Mayta

  · viernes 7 de septiembre de 2018

Natalia tiene que padecer todos los días de las inclemencias de este tiempo de lluvias para llegar antes de las ocho a la escuela con sus dos pequeños. Pero hay días que se convierten en una verdadera travesía y hasta hay ocasiones en que las exageradas maestras la regresan con los niños porque llegan pasadas las ocho y ya no se los aceptan sin haber desayunado.

Esas ocasiones son peores porque tiene que llegar tarde a su trabajo. No dejaría a los niños en la escuela sin desayuno, así que hay que buscar de pronto algún lugar cercano en donde desayunen sus hijos de dos y cuatro años y regresar a dejarlos otra vez y luego, a ver cómo se las ingenia para llegar rapidito al trabajo de modo que no le descuenten el día.

Pero esta mañana, las cosas se habían complicado tremendamente. Justo este día en que su jefe le pidió expresamente llegar temprano porque saldrían a hacer muchas cosas, diligencias, pagos, citas, justo hoy.

Amaneció esta mañana de octubre, tan oscura que parecía de noche, la lluvia no cesó desde el día anterior y además el frío azotaba, más por la granizada que repentinamente cayó durante unos minutos por la madrugada y que dejó el patiecito de la casa de Luz inundado.

Ni a quién recurrir: el esposo de Natalia llega cada viernes a casa; a algún vecino, tampoco porque a esa hora todos están ocupados; a su mamá, menos, vive lejos; ¿a quién?

La joven madre se dio cuenta de la inundación casi hasta que iba de salida con sus hijos. Justo porque el mayor de sus hijos Antonio, se asomó por una ventana, y le dijo -Mami, veo mucha agua–, y sí, la lluvia estaba sin cesar.

-El patio se ve muy padre, como laguna mami–. Entonces ella reaccionó, -¿Qué, qué?-. Natalia se asomó por la ventana y la sorpresa: - ¿Qué pasó?-, que susto y no le podría ayudar. Se quedó parada pensando rápido qué hacer para salir de esa laguna. O cómo sacar el agua.

-¡Cómo los saco de la casa! -miraba mientras hacia fuera el inundado patio y no encontraba ni la coladera, el color del agua y la obscuridad no le permitía encontrarla pero además quitar las macetas de alrededor para que le permitan destaparla, ¡qué horror!-.

-¿Ya nos vamos mami? -, preguntó Antonio y corrió por su mochila. -No, espera- miró a sus dos niños pensando cómo acomodarse para sacarlos: -Si te paso a ti primero, me esperas en la banqueta... No, cómo te voy a dejar solito en la calle, pero tu hermanito... -estaba haciéndose bolas.

-Mami, yo camino-, se le ocurrió al inocente.

-No, pero ¡cómo crees!, el agua me llega a mi a los tobillos… tú te empapas.

Quería sentarse a llorar. Justo cuando hay más apuro por llegar, algo pasa

-¿Por qué?- se decía y miraba las manecillas del reloj avanzar sin piedad.

Entró rapidísimo a su recámara, se quitó el pantalón del trabajo, las medias y las zapatillas de tacón medio y buscó unas botas de su marido, no las encontró, sólo tenis y zapatos, ni modo: decidió ponerse unos tenis viejos y salir, dejó jugando adentro a los niños y tomó una escoba.

No sabía cuál agua estaba más helada, si la de la lluvia que no cesaba o la de la laguna de su patio.

Con la luz que más o menos comenzaba a clarear el día, camino en aquella laguna, movió macetas, una y otra las alejaba de la pared, se tardó varios minutos hasta que encontró la coladera y con las manos la destapó.

Se quedó parada mirando cómo lenta pero muy lentamente disminuía el nivel de la laguna.

Eso fue lo más desesperante, ver cómo tardaba, y lo peor, el lodazal que aparecía, en varias ocasiones tuvo que barrer para alejar el lodo y hojas de árbol de la coladera hasta un momento tal en que aunque barriera, se había tapado la coladera. Descendió el nivel de la laguna, pero aún no era suficiente como para que ella - con el pequeño en brazos - y la niño a pié salieran caminando, entonces bajó los brazos: Miró el reloj, quince minutos antes de las ocho.

-¡Ya no lo lograré!… ¡Me lleva el tren! -fue lo que menos, dijo enojada en voz alta.

Entró en la casa y abrazó a los dos pequeños: - Aldo, Antonio, llegaremos muy tarde-. -Desayunamos todos aquí y nos vamos ¿sale?-, claro, pero qué iba a hacer ella en el trabajo, justo el día en que el jefe la necesitaba temprano para salir de la oficina y hacer varias diligencias.

Les sirvió un desayunito calientito, fue lindo convivir con ellos un día de la semana, hasta ella desayunó en lo que los pequeños lo hacían tan calmadamente, ni cómo apurarlos.

Luego respiró y tomó el teléfono: habló a la oficina.

La voz al otro lado del auricular le advirtió: su jefe estaba a punto de la histeria. -Dice el jefe que a más tardar en una hora esté aquí, que entiende las condiciones del clima–. Gracias.

Ahora sí a correr. A dejar a los pequeños y llegar a la oficina. Nadie le preguntó qué había pasado, sólo la apoyaron con la mirada y abrieron la puerta para que llegara con su jefe, nadie se quería enterar de la regañada que podría llevarse, con el mal genio que le conocen. Extraordinariamente, esa mañana el jefe se comportó diferente. Simplemente no le cuestionó nada ni la reprendió, le pidió que tomaran las cosas y salieran de allí. Ese día no le dejaría un mal sabor de boca, por lo pronto conservaría su empleo.


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