En los años de 1550 y 1551 se llevó a cabo en el Colegio de San Gregorio de Valladolid la famosa Junta, derivada en polémica, en que participaron fray Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda.
En efecto, se trató de la llamada “polémica de los naturales” en que sostuvo el primero los derechos de los indígenas y el segundo el derecho al dominio de los españoles sobre los naturales a quienes concebía en calidad de inferiores. Por cierto, allí salieron a relucir los argumentos del gran salmantino Francisco de Vitoria promotor de los derechos del hombre. Pero lo relevante es cómo de las Casas se destacó al grado de figura inmarcesible en el panorama de la llamada Conquista. Fue el representante de toda una corriente humanística que puso las primeras raíces de lo que es México. No era posible, desde luego, que la Conquista estuviera exenta de graves errores que no lograron, a mi juicio, descalificar su más elevado sentido. España, que resumía en su hazaña todas las características del Renacimiento europeo, no podía evitar, como ningún país del viejo continente que hubiera llegado a estas tierras en lugar de ella, que junto al espíritu renacentista predominara en determinados momentos el fulgor y el fuego de la espada más destructora que constructora. Por eso se resume admirablemente ese drama en la siguiente frase: la Conquista fue una espada con una cruz en la empuñadura. Y no podríamos negar, pues sería injusto e incluso inútil, que esa cruz, remontando dogmas religiosos y prejuicios teológicos más o menos envueltos en la túnica pagana de Aristóteles, derribara fanatismos y abriera las puertas para que a través de ellas el México precolombino fuera respirando el aire, que entraba a torrentes, de la que hoy es nuestra identidad mestiza y nacional. En una palabra, de nuestra cultura.
Ahora bien, no es válido a mi entender ignorar esa gesta de la que nos guste o no venimos como mexicanos. Hoy menos que nunca pues en las horas difíciles que nos ha tocado vivir, la cultura y la política deben, en su función primordial de pilares de la cohesión nacional, afianzar el sentimiento de nacionalidad y de mexicanidad. Hay que dejar de lado rencillas mentales, rencores mal habidos y aversiones sin sólido sustento, para dar a paso a un reconocimiento de los lentos pasos de la historia que van consolidando, bajo el impulso de sus propias leyes, lo que conforma el destino de pueblos, naciones y hombres. Clío, decía Caros Pereyra, mide y pesa en su balanza las corrientes de la vida social para formar y equilibrar una sólida masa con la que edificamos nuestra realidad. Por lo tanto cada generación tiene sus reglas y sus hombres, sus personajes, que no pueden retroceder en la gigantesca rueda de Clío, ni tampoco supuestamente avanzar. Cada generación es responsable de su andar, por lo que en este sentido pedirle cuentas al pasado es o sería tan absurdo como pedírselas al futuro. Lo que heredamos del ayer, eso sí, es la vocación cultural. En tal virtud debemos irnos identificando con nosotros mismos y no renegar de lo ya sucedido. El que pide cuentas de lo que sucedió, en realidad se las está pidiendo a sí mismo. México reclama, requiere, en estas largas horas de pandemia un mirarnos en el espejo y no contrariarnos con nuestro propio rostro; porque mirándonos así, miraremos con concordia humana a los demás. Un paso enorme ante la nueva era que se avecina, y que en rigor está llegando, es saber lo que uno es y no lo que pudo haber sido en otras situaciones hipotéticas. No hay nación sin noción de lo que es México.
PROFESOR EMÉRITO DE LA UNAM
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