/ martes 14 de enero de 2020

Del cielo le caen las hojas

Mirar hacia adentro

Aún nos estamos reponiendo de las celebraciones decembrinas y ya se avecinan las primeras del 2020. Cuando en días pasados partimos la rosca de reyes y nos tocó el “muñequito”, adquirimos el compromiso de llevar los tamales el día de La Candelaria.

Esta costumbre proviene de la tradición en la que, al encontrar el niño escondido en la rosca, nos convertimos en padrinos del “niño dios” del nacimiento de la casa donde se cortó y con ello adquirimos el compromiso de comprarle vestidos nuevos y de llevar los tamales y el atole para la celebración de la fiesta de La Candelaria, cuando se levanta el nacimiento y se lleva el niño a bendecir.

La Candelaria es la primera fiesta grande del calendario ritual y contiene varios tipos de celebraciones, en las que se muestra la diversidad cultural de nuestro estado y país y de las que platicaré en las próximas entregas. Pero estábamos en lo de los tamales.

Los seres de este mundo nacemos con un hambre que nos acompañará durante toda nuestra vida, al comer solo la saciamos momentáneamente, para experimentarla de nuevo unas horas más tarde; tal vez sea por esta razón, por el enorme poder que el hambre tiene sobre nosotros, que los humanos hemos dedicado tanto esmero, esfuerzo y arte a la preparación de lo que vamos a comer y al acto de hacerlo, creando un espacio de enorme satisfacción y gozo, en rebeldía contra el sufrimiento que el apetito nos produce.

Los tamales, como varias otras muestras de la cocina tradicional mexicana, son un ejemplo de la sofisticación, arte y sabiduría que nuestra cocina alcanza. Para hacerlos se llevan a cabo varios pasos que van de la elaboración del contenido, la preparación de la masa a la que se adicionará, la preparación de las hojas que los envolverán y finalmente su cocción.

Se cocinan guisos de muy diversos ingredientes y sabores con la finalidad de formar parte de ellos. Algo que me maravilla es que se auto-contienen para cocinarse, transportarse, recalentarse y comerse.

Los hay de muy diferentes formas y tamaños, tan variados como diversos somos en el país y en el continente, pues esta expresión de la cocina viajó por toda el área de influencia de las culturas mesoamericanas y el maíz: desde la frontera del río Misisipi al norte, hasta las tierras sudamericanas allende la cordillera de los Andes. Los hay dulces y salados, y en casos extremos los hay que no contienen la masa de maíz, sino de arroz o frijol o incluso sin masa, como el tamal de bagre de Morelos; parece que, en la actualidad, el único rasgo que los une es el que proviene de su etimología, pues tamal viene del nahua “tamalli”, que significa envuelto.

A mi casi siempre me toca el muñequito, ya sea con la familia, en la oficina o en casa de amigos, ni modo, ya se sabe que “al que nace pá tamal, del cielo le caen las hojas”.

Aún nos estamos reponiendo de las celebraciones decembrinas y ya se avecinan las primeras del 2020. Cuando en días pasados partimos la rosca de reyes y nos tocó el “muñequito”, adquirimos el compromiso de llevar los tamales el día de La Candelaria.

Esta costumbre proviene de la tradición en la que, al encontrar el niño escondido en la rosca, nos convertimos en padrinos del “niño dios” del nacimiento de la casa donde se cortó y con ello adquirimos el compromiso de comprarle vestidos nuevos y de llevar los tamales y el atole para la celebración de la fiesta de La Candelaria, cuando se levanta el nacimiento y se lleva el niño a bendecir.

La Candelaria es la primera fiesta grande del calendario ritual y contiene varios tipos de celebraciones, en las que se muestra la diversidad cultural de nuestro estado y país y de las que platicaré en las próximas entregas. Pero estábamos en lo de los tamales.

Los seres de este mundo nacemos con un hambre que nos acompañará durante toda nuestra vida, al comer solo la saciamos momentáneamente, para experimentarla de nuevo unas horas más tarde; tal vez sea por esta razón, por el enorme poder que el hambre tiene sobre nosotros, que los humanos hemos dedicado tanto esmero, esfuerzo y arte a la preparación de lo que vamos a comer y al acto de hacerlo, creando un espacio de enorme satisfacción y gozo, en rebeldía contra el sufrimiento que el apetito nos produce.

Los tamales, como varias otras muestras de la cocina tradicional mexicana, son un ejemplo de la sofisticación, arte y sabiduría que nuestra cocina alcanza. Para hacerlos se llevan a cabo varios pasos que van de la elaboración del contenido, la preparación de la masa a la que se adicionará, la preparación de las hojas que los envolverán y finalmente su cocción.

Se cocinan guisos de muy diversos ingredientes y sabores con la finalidad de formar parte de ellos. Algo que me maravilla es que se auto-contienen para cocinarse, transportarse, recalentarse y comerse.

Los hay de muy diferentes formas y tamaños, tan variados como diversos somos en el país y en el continente, pues esta expresión de la cocina viajó por toda el área de influencia de las culturas mesoamericanas y el maíz: desde la frontera del río Misisipi al norte, hasta las tierras sudamericanas allende la cordillera de los Andes. Los hay dulces y salados, y en casos extremos los hay que no contienen la masa de maíz, sino de arroz o frijol o incluso sin masa, como el tamal de bagre de Morelos; parece que, en la actualidad, el único rasgo que los une es el que proviene de su etimología, pues tamal viene del nahua “tamalli”, que significa envuelto.

A mi casi siempre me toca el muñequito, ya sea con la familia, en la oficina o en casa de amigos, ni modo, ya se sabe que “al que nace pá tamal, del cielo le caen las hojas”.

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