En la actualidad muchos intentan dividir al mundo entre países democráticos y los que no lo son; sin embargo, la democracia es una construcción perfectible.
En el discurso imperante de nuestros días la tendencia del mundo occidental en el siglo XXI es la búsqueda de la democracia: se habla de gobiernos democráticos, de derechos humanos, de libertades, de pluralidad e inclusión, pero especialmente de mayor participación del ciudadano en los asuntos públicos. En el caso de México, dichos temas son parte fundamental en la construcción de la democracia entendida no sólo como una forma de gobierno sino como un tipo de Estado, por lo que se debe impulsar el papel de los ciudadanos y no limitarse al tema electoral.
En este sentido, el conocer quiénes son los ciudadanos en un régimen político nos indica cómo es el tipo de gobierno, de acuerdo a ideas de Aristóteles, por ello, es importante ver cuál es el papel del ciudadano en la toma de decisiones de la vida pública. Ahora bien, la democracia implica la legitimación del poder político en todas sus fases: origen, ejercicio y teleología; sin embargo, en México desde que se configuró como nación independiente, el camino para construir su democracia ha sido sinuoso, limitándose durante el siglo XX a la cuestión electoral, es decir, solo a la primera etapa de la fenomenología del poder político que es el origen: la elección de los representantes.
Y hoy, estamos en un entorno electoral donde muchos de los mismos aspirantes que ya han ocupado algún cargo nuevamente se acuerdan de la ciudadanía para que les brinden su voto y así erigirse otra vez como representantes populares, y que en muchos casos una vez que han accedido a las esferas de poder, a los ciudadanos los relegan a un segundo plano, por lo que la democracia mexicana ha sido por muchos años una democracia incompleta que ha servido para legitimar a una oligarquía.
Recordemos que el país pasó por mucha inestabilidad política en sus primeros cincuenta años de independencia, y es hasta 1867 con el triunfo de los liberales que se sientan las bases de un sistema político presidencialista que se consolidó con Porfirio Díaz, generando una cohesión política. Por lo tanto, en el siglo XIX la figura del ciudadano quedó desdibujada por la inestabilidad política en un primer momento y posteriormente por la concentración del poder, donde los ciudadanos pasaban a un plano relegado dejando los temas como la economía y la educación en manos de las élites.
Ya a inicios del siglo XX en México se vivía un malestar social, pues si bien es cierto se logró consolidar el Estado mexicano con estabilidad política y económica, los logros no permearon en toda la sociedad. Había sectores que pugnaban por democracia, ya no querían la reelección de Díaz en la presidencia. Es así como surge el movimiento revolucionario de 1910 donde se suman consignan laborales, agrarias, educativas y municipales, promulgándose una nueva Constitución Política en 1917, configurando un nuevo sistema político con un Estado Social de Derecho pero conservando la estructura presidencialista con tintes autoritarios, dejando el papel del ciudadano a un simple elector, donde una vez efectuadas las elecciones a modo, el ciudadano permanecía en las sombras de la toma de decisiones porque si se manifestaba en desacuerdo con los hacedores oficiales de la política podía ser objeto de la fuerza del Estado. Y así fue gran parte del siglo XX pero la situación era insostenible así que paulatinamente el sistema político mexicano tuvo que hacer reconfiguraciones para dar mayor apertura a la participación ciudadana aunque de manera muy limitada.
Ya entrado el siglo XXI con la alternancia en el Poder Ejecutivo Federal parecía que por fin la democracia se había consolidado y con ello el verdadero cambió llegaría, sin embargo, no fue del todo así, se dieron pasos importantes pero aún la democracia mexicana seguía limitándose a temas formales de elecciones, la participación ciudadana tenía su mayor expresión con las Organizaciones No Gubernamentales (ONGs) pero aun así su participación en el ejercicio del poder y en sus fines no estaba legislada a nivel federal, y en algunos Estados tenían establecidos instrumentos de participación como el plebiscito o el referéndum pero que no se habían llevado a la práctica como en el caso de Morelos. En 2014 llegó la reforma político-electoral bajo la batuta del gobierno de Peña Nieto donde se instauraron a nivel constitucional la iniciativa ciudadana y la consulta popular (en el artículo 35 en sus fracciones VII y VIII respectivamente), como mecanismos de participación ciudadana pero diseñadas estructuralmente para que fuesen limitadas en su ejercicio, por lo que nuevamente el papel del ciudadano se veía obstaculizado por una serie de candados legislativos.
Hay quienes aún utilizan el argumento del liberalismo clásico donde la toma de decisiones sólo debe ser a cargo de los representantes pues el pueblo los ha elegido para ello, y algunos más van al extremo de agregar que el pueblo es ignorante para ser participe en la toma de decisiones de temas de alta trascendencia para el país. Lo cierto es que en pleno siglo XXI la ciudadanía debe jugar un rol más allá de votar en las elecciones, debe también legitimar la toma de decisiones de sus representantes, así como su participación en los fines del ejercicio del poder, y para ello se necesita desarrollar una cultura política y jurídica que permee en la ciudadanía y con ello involucrarse más en los asuntos públicos y no dejar que los mismos de siempre hagan de la política un negocio personal.