En la novela La noche del oráculo Paul Auster desarrolla el supuesto de la vida como combinación de casualidad y causalidades. Creemos saber lo que realmente está pasando hasta que todo cambia y desconocemos, consternados, cuándo ni cómo comenzó. Así, el protagonista trata reincorporarse a su antigua vida de escritor después de una larga enfermedad a la que sobrevive milagrosamente, a lado de su amada esposa y con ayuda de su mejor amigo, también un escritor enfermo. El resorte brinca cuando se entera que su pareja, durante su largo periodo de convalecencia en el hospital, quedó embarazada de su mejor amigo. Comienza a darse cuenta que su vida, y la de todos, está compuesta de decisiones externas que, irónicamente, impactan directamente en su rumbo. A merced de los otros, está desarmado.
Auster refleja la naturaleza, a veces contraproducente, de las relaciones humanas. Explica la volatilidad de las elecciones y las consecuencias imprevistas, acaso inevitables, que golpean a terceros. No es el destino, como se llega a creer, lo que nos devuelve al mundo y a las personas, sino las decisiones. Las probabilidades que contienen en sí una situación resultan inesperadas porque obedece a las determinaciones de los individuos. La vida, es pues, una infinita interacción de resoluciones siempre aproximadas a la incertidumbre.
De hecho, Hannah Arendt reconoce esta característica en el individuo. Para ella, la acción es lo que introduce al hombre al mundo, es la iniciativa de ponerse en movimiento para actuar. Esta capacidad significa poder comenzar algo nuevo, iniciar un proceso que ni él mismo es capaz de vislumbrar hasta el final. Por así decirlo, del hombre se puede esperar lo inesperado.
Esto es reconocido en la esfera pública y pertenece a los políticos que toman decisiones. Lo que ellos hacen no es otra cosa que poner en marcha una serie de acciones que comienzan con la suya. Por eso, a diferencia del artesano que sólo necesita destreza para finalizar con un objeto su proceso, el político necesita virtudes para contener la fragilidad de los asuntos humanos que prácticamente son imposibles de predecir. No se puede deshacer una acción ni mucho menos impedir sus consecuencias. Esto explica porque no todas las personas, según los griegos, eran aptas para introducirse en el espacio público.
El punto de Arquímedes, para la filósofa alemana, es la capacidad que el hombre tiene para modificar al mundo, al extremo de poder destruirlo, mediante la ciencia. Los avances científicos hicieron que se prefiriese el hacer que el actuar, así es como el atributo de impactar el mundo fue deslizándose lentamente de la política a la ciencia. Sin embargo, la cualidad de lo inesperado que caracterizaba a la primera no desapareció en la segunda. De hecho, se potencializó. Nada cambió tanto la vida como la ciencia. Tan sólo basta observar que el mundo se ha transformado más en el último siglo que en toda la existencia de la humanidad.
Esa es la razón por qué las personas temen tanto a los procesos que pueden desencadenar la ciencia. Aunque se puede objetar que su miedo está desfocalizado: no temen a la ciencia sino a los intereses, a veces ocultos, de las personas para explotarla. No es coincidencia que los avances científicos crezcan tanto como las teorías conspirativas. El hombre se ha hecho dueño de todo, consciente de lograr casi cualquier objetivo, al costo del miedo y la incertidumbre colectiva.
Ese es el precio del punto de Arquímides: poder cambiar tanto al mundo que surge la posibilidad de desequilibrarlo.