El pintor y grabador Vladimir Víktorovich Kibálchich Rusakov (1920-2005), Vlady, nació en Rusia, en plena revolución soviética, hijo de un reconocido escritor anarquista quien firmaba y se le conocía por el seudónimo de Víctor Serge.
La simpatía de su padre con el trotskismo llevó a ambos a un campo de concentración en Siberia, recluidos, y luego, en 1936, a refugiarse en diferentes países perseguidos por el estalinismo, mientras la esposa y madre permanecía en un hospital siquiátrico, afectada por los sucesos.
Después de vivir en Bélgica y Francia, en 1941, padre e hijo migran a varios países del Caribe y finalmente a México, dos años más tarde. Con una intensa actividad artística nacional e internacional, Vlady pasó el resto de su vida en México, y sus últimos años en Cuernavaca.
Este libro, Abrir los ojos para soñar, recoge numerosos y breves textos aislados de Vlady que constituyen mayormente una especie de filosofía estética o reflexiones del artista, gran parte de ellas fechadas en Cuernavaca durante la década de los noventa.
Uno de los escritos alude específicamente a un sitio de Morelos, aunque muchos otros lo hacen a nuestros más famosos muralistas: Diego Rivera, indisolublemente vinculado al Palacio de Cortés, Siqueiros, con su casa La Tallera, hoy museo, y Tamayo, quien asimismo vivió en esta ciudad.
Escuchemos a Vlady: “Domarzo, en Italia, no es un lugar, es una instancia. Un momento recurrente, como el ensueño y la imaginación, la obsesiva urgencia de eludir la realidad. Transporta, por irrefrenable hábito, a otra cosa, a Palenque, a Monte Albán, a Xochicalco”.
Estas líneas se refieren a Cuernavaca: “Hoy vi otra cosa: la luz del jardín, sus colores sostenidos en temple, sombras, semisombras flotantes y difusas. Todo gravitando; los colores de hojarasca de buganvilia, tierras ligeras. Y ¿por qué es más interesante que la cara sea como una rosa, y el color evoque las luces del jardín?”
“La pintura mexicana de los treinta y cuarenta, expresada esencialmente en el muralismo, aún no es suficientemente conocida ni valorada, por ser vista como una expresión política, social, antropológica”.
“Diego dijo que la pintura mexicana no aportó formas nuevas, sino temas. Aunque Diego mismo tiene un estilo peculiar, fácilmente conocible, y Tamayo es inconfundible por sus formas arcaicas, ancladas en precortesianas.¿Cuántos admiradores de Diego y Tamayo les fueron inicialmente hostiles? El odio no es lo contrario del amor, decía un poeta, ¡lo es la indiferencia!”
“Yo veo que Diego existe sobre todo en sus frescos ¡soberanos por delicados y sencillos! Orozco es un nitzscheano vernáculo, impone su talento, aunque caiga gordo y pinte peor. Sus dibujos son reflexión siempre en ebullición. Me gustan muchísimo. Más que los malabares de Picasso (sin embargo ¡irresistibles!).Siqueiros. ¡Ay! Errático, obvio, declarativo, afanoso de notoriedad, él mismo su peor enemigo. Todas estas cosas pasan como el viento. Pero reventaba de talento e inquietud. Le faltaba profundidad. Su vanidad limitaba su reflexión. Era ignorante de lo más importante. Se dejaba llevar por un medio que, a semejanza del imperio de la moda, lo arrullaba en la fama. Y, sin embargo, sí tenía talento.¿Ideológicamente?, abominable, vulgar y totalmente errado. Su populismo, trasnochado y burocrático, sólo sirvió para avasallar el arte, como una variante patriotera de burocratismo estatal, ¡una versión del charrismo!”