[Extranjeros en Morelos] Cuernavaca, lugar bucólico de recreo turístico en el siglo XIX

En esta entrega presentamos fragmentos de la novela El jinete, del escritor danés Ib Michael, publicada en 1995 y cuyas evocaciones son sobre Cuernavaca como sitio bucólico turístico

José N. Iturriaga | Historiador

  · viernes 16 de febrero de 2024

Un pastor montado en su caballo en el área rural de la capital de Morelos. /Cortesía | Margarito Pérez Retana | cuartoscuro.com

El escritor danés Ib Michael publicó su novela El jinete en 1995, cuya trama se desarrolla en los siglos XIX y XX en Dinamarca y México.

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Se trata de una estirpe española con raíces mexicanas asentada en el país escandinavo desde las guerras napoleónicas y de las vicisitudes de sus sucesivos miembros durante esas dos centurias en ambos continentes. De alguna manera es una novela histórica, pues se revisan muchos sucesos europeos y mexicanos entrelazados con la vida de los protagonistas. Uno de ellos, un mercenario danés al servicio de Antonio López de Santa Anna, suscita el siguiente párrafo, quizá anacrónico por aludir a Cuernavaca como lugar bucólico de recreo turístico a mediados del siglo XIX:

“Ha cabalgado para el general Santa Anna, ha jugado su juego y se ha convertido en caballero de la Legión de Honor. Su uniforme es azul celeste y lleva cruces y cintas y estrellas que le llegan hasta el cuello. Ha fundado fortunas y las ha vuelto a dilapidar, palace­te en la capital, casa de campo de Cuernavaca, hacienda en el norte y extensas tierras”.

Ahora tenemos la acción en tiempos de Maximiliano, con el mercenario danés al servicio de las tropas francesas invasoras:

“Inician la marcha hacia el interior del país. En el estado de Morelos, la legión establece su primer cuartel general. Tiene lugar en una hacienda de extensiones considerables al pie de los volcanes. El pueblo adyacente está ubica­do en un valle rodeado de rocas de cal. Los soldados fortifican la finca y colocan sacos de arena porque uno de los generales bandidos de los insurrectos juaristas está devastando la zona”.

“Un día resuenan los pífanos y los tambores en la ciudad. El charabán imperial con las tres emes doradas entrelazadas de Maximiliano entra rodando por las calles adoquinadas. La compañía distinguida se hospeda en la casa de un comerciante. El emperador está rodeado de soldados tocados con casquetes de punta, tan nerviosos como los avestruces ante los fatamor­ganas del desierto. Sus cabezas se balancean hacia arriba y hacia abajo sobre sus cuellos, con los ojos grotescamente abiertos exploran el paisaje rocoso a su alrededor”.

“La legión hace guardia. Durante la noche, la luna brilla pálidamente sobre las rocas. Se oyen gritos de búhos y silbidos estridentes en la noche; el paisaje rocoso, tan silencioso anta­ño, está plagado de unos movimientos de tropas invisibles”.

“Henrik vislumbra por primera vez al emperador de barbas rojas cuya enorme cara sensitiva despunta entre el corro de solda­dos, olfateando el aire de las montañas. Al día siguiente, la com­pañía imperial se dispone a celebrar un picnic, al cual han sido convocados los indios como cocineros y criados. Los indígenas llevan trajes de un corte prodigioso que se debe a las existencias de telas multicolores del comerciante turco. Forma parte del acontecimiento que los campesinos, vestidos en ropas de algo­dón blancas y limpias, lleven cestas con caza al picnic. Como si justamente acabaran de derribarla en los cotos de los alrededores”.

“El emperador cabalga sobre su alto corcel blanco vestido con su disfraz mexicano. Gran sombrero, chaqueta bordada, placas de plata y cintas de cuero a lo largo de las perneras”.

“O está sentado a su mesa de campaña que ha traído, consigo, dibujando bocetos para sus próximos estampados. Los bocetos representan mexicanos enfundados en sus trajes folklóricos. Con los volcanes nevados de fondo”.