/ viernes 6 de septiembre de 2024

[Extranjeros en Morelos] ¿Cuernavaca se constituyó como la cumbre idílica de la conquista?

Continuamos con la segunda y última parte de los fragmentos del libro "La emperatriz Carlota de México", del escritor checo Norbert Fryd

El escritor checo Norbert Fryd, en su novela La emperatriz Carlota de México, de 1972, continúa refiriéndose al Palacio de Cortés y al Jardín Borda de Cuernavaca:

“El primer gobernante europeo de México, aquel mocetón llamado Hernán Cortés, fue de los primeros en apreciar ese clima y mandó construir en Cuernavaca un palacio, en donde pasaba el tiempo abrazado a la Malinche, su traductora, quien le regaló quizá el más bonito y querido de los veintiún hijos que engendró con diferentes mujeres. ¿No fue precisamente Cuernavaca la que se constituyó como la cumbre idílica de la conquista?”.

“La vieja sede de Cortés ya estaba en ruinas, pero las flores no dejaban de perfumar el ambiente, los campos seguían resplandeciendo con su color verde esmeralda y el canto y gorjeos de los pájaros, llamándo­se unos a otros, no se acallaban ni con el ligero viento que sacudía los árboles siempre llenos de hojas. La espesa corona de los laureles de la India, como una masa enorme creaba gran cantidad de sombras entre el brillo y la oscuridad de lo verde, tejiendo filigranas hermosas; la hi­guera, liberada de la prisión de las macetas, crecía libremente hasta al­canzar una talla monumental, con sus hojas semejando la cimera de los penachos africanos que ni el vientecillo podía mover".

"Las flores blancas de la datura y de la magnolia lucían en todo su esplendor y las rojas de la buganvilia crecían en matorrales gigantescos; de protuberancias vegetales encaramadas en los árboles brotaban cascadas de orquídeas. Llamaba mucho la atención a los extranjeros la exuberancia de la jacaranda de color morado y del tabachín con su color especial rojo anaranjado, semejante al del salmón".

"En torno a las hojas de los altos almendros, revoloteaban las abejas y también las mariposas y co­libríes, cuyas plumas adquirían brillos metálicos color oro y cobre con los destellos del sol. Había árboles de colores rosa, amarillos o blancos cual copos de nieve; y todo se mecía, se columpiaba y todo el tiempo había algo que señalar, antes de proferir un grito de admiración que retumbaba como un eco apagado en el espejo de los estanques hechos, que cada día del año invitaban a tomar un baño”.

En el párrafo anterior, Fryd pareciera confundir al Palacio de Cortés con el Jardín Borda. Y en el siguiente también (pues el Jardín Borda no tiene en sus construcciones “una terraza a todo lo largo de la fachada del primer piso”), aunque ello no desmerece la apreciación poética de nuestra vegetación semitropical:

“Cuando Maximiliano llegó aquí por primera vez, encontró la casa del Señor de la Borda en muy mal estado; como en el cuento de la Bella Durmiente, el jardín se había tragado prácticamente todo. Pero bastó con el toque del príncipe y la vida volvió una vez más, como por milagro, renovando todo. Cuadrillas de trabajadores reconstruyeron la casa con una terraza a todo lo largo de la fachada del primer piso, cubrieron con tapices nuevos las paredes interiores e instalaron cómodos muebles deratán en los cuartos. El parque se despejó y recibió más aire, la alberca se limpió, las fuentes también y las aguas cantarinas de los arroyos llevaban vida, los senderos se cubrieron de arena recién traída, que diariamente era barrida”.

“Pronto llegaron amaneceres en los que bastaba sentarse en un sillón a cielo abierto, estirar las piernas y ya solamente escuchar ese sonido inarticulado del petirrojo que no nos anuncia nada, que no quiere nada de ti. Ha surgido de la nada, no cesará mientras quieras, durará por toda la eternidad y nos hará sentir a gusto. Basta con que quieras sumergirte en esto y se alargará todo el tiempo que tú quieras”.

Segunda y última parte.

El escritor checo Norbert Fryd, en su novela La emperatriz Carlota de México, de 1972, continúa refiriéndose al Palacio de Cortés y al Jardín Borda de Cuernavaca:

“El primer gobernante europeo de México, aquel mocetón llamado Hernán Cortés, fue de los primeros en apreciar ese clima y mandó construir en Cuernavaca un palacio, en donde pasaba el tiempo abrazado a la Malinche, su traductora, quien le regaló quizá el más bonito y querido de los veintiún hijos que engendró con diferentes mujeres. ¿No fue precisamente Cuernavaca la que se constituyó como la cumbre idílica de la conquista?”.

“La vieja sede de Cortés ya estaba en ruinas, pero las flores no dejaban de perfumar el ambiente, los campos seguían resplandeciendo con su color verde esmeralda y el canto y gorjeos de los pájaros, llamándo­se unos a otros, no se acallaban ni con el ligero viento que sacudía los árboles siempre llenos de hojas. La espesa corona de los laureles de la India, como una masa enorme creaba gran cantidad de sombras entre el brillo y la oscuridad de lo verde, tejiendo filigranas hermosas; la hi­guera, liberada de la prisión de las macetas, crecía libremente hasta al­canzar una talla monumental, con sus hojas semejando la cimera de los penachos africanos que ni el vientecillo podía mover".

"Las flores blancas de la datura y de la magnolia lucían en todo su esplendor y las rojas de la buganvilia crecían en matorrales gigantescos; de protuberancias vegetales encaramadas en los árboles brotaban cascadas de orquídeas. Llamaba mucho la atención a los extranjeros la exuberancia de la jacaranda de color morado y del tabachín con su color especial rojo anaranjado, semejante al del salmón".

"En torno a las hojas de los altos almendros, revoloteaban las abejas y también las mariposas y co­libríes, cuyas plumas adquirían brillos metálicos color oro y cobre con los destellos del sol. Había árboles de colores rosa, amarillos o blancos cual copos de nieve; y todo se mecía, se columpiaba y todo el tiempo había algo que señalar, antes de proferir un grito de admiración que retumbaba como un eco apagado en el espejo de los estanques hechos, que cada día del año invitaban a tomar un baño”.

En el párrafo anterior, Fryd pareciera confundir al Palacio de Cortés con el Jardín Borda. Y en el siguiente también (pues el Jardín Borda no tiene en sus construcciones “una terraza a todo lo largo de la fachada del primer piso”), aunque ello no desmerece la apreciación poética de nuestra vegetación semitropical:

“Cuando Maximiliano llegó aquí por primera vez, encontró la casa del Señor de la Borda en muy mal estado; como en el cuento de la Bella Durmiente, el jardín se había tragado prácticamente todo. Pero bastó con el toque del príncipe y la vida volvió una vez más, como por milagro, renovando todo. Cuadrillas de trabajadores reconstruyeron la casa con una terraza a todo lo largo de la fachada del primer piso, cubrieron con tapices nuevos las paredes interiores e instalaron cómodos muebles deratán en los cuartos. El parque se despejó y recibió más aire, la alberca se limpió, las fuentes también y las aguas cantarinas de los arroyos llevaban vida, los senderos se cubrieron de arena recién traída, que diariamente era barrida”.

“Pronto llegaron amaneceres en los que bastaba sentarse en un sillón a cielo abierto, estirar las piernas y ya solamente escuchar ese sonido inarticulado del petirrojo que no nos anuncia nada, que no quiere nada de ti. Ha surgido de la nada, no cesará mientras quieras, durará por toda la eternidad y nos hará sentir a gusto. Basta con que quieras sumergirte en esto y se alargará todo el tiempo que tú quieras”.

Segunda y última parte.

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