La estadunidense Catherine Mayo publicó en 2009 El último príncipe del imperio mexicano, novela que trata sobre un hecho histórico poco conocido: el pequeño nieto de Agustín de Iturbide, hijo de una americana, que fue “comprado” por Maximiliano y Carlota con la intención de hacerlo heredero al trono, ante la ausencia de hijos de esa ilusa y malograda pareja.
Ángel Iturbide y Alice Green procrearon a Agustín de Iturbide y Green. Cuando Agustín tenía dos años, en 1865, Maximiliano y Carlota decidieron hacerse del niño, como una maniobra política. La oferta que hicieron a la familia era atractiva: Agustín sería príncipe heredero y sus padres se convertirían en príncipes imperiales y recibirían una cuantiosa cantidad y una pensión vitalicia.
Los padres aceptaron y firmaron un contrato secreto. Poco tardaron en arrepentirse y exigir la devolución de su hijo, pero Maximiliano los hizo salir del país. Finalmente, Maximiliano y Carlota aceptaron devolver al niño.
Muerto su esposo, Alice Green educó a su hijo en Washington, en Inglaterra y en Bélgica. Después volverían a México y Agustín se haría cadete en el Colegio Militar. Pasó un año preso en 1890 por criticar a Porfirio Díaz. Él y su madre volvieron a Washington, donde se ganó la vida como traductor y profesor de francés y español. Murió en 1925.
Leamos a Catherine Mayo: “Sí, están aquí en la Casa Borda, entre jardines y fuentes, árboles frutales, palmeras, loros de todos tamaños y colores... lejísimos de la ciudad de México. Pero, ¿no se va Luis Napoleón a Plombiéres y a Biarritz? La reina Victoria, que tiene una sangre más severa, se va hasta Balmoral, en las Highlands de Escocia. Dom Pedro II del Brasil se retira a su villa de Petrópolis. Y el difunto padre de la emperatriz, Leopoldo, ¿no se ausentaba de Bruselas para irse a refugiar en el Cháteau Royal, en Laeken? Es natural que, en invierno, su majestad Maximiliano quiera celebrar cortes en un clima más saludable. Pero incluso aquí, donde hace la siesta en hamaca, toma limonada en un coco y se viste con un traje de lino de color crudo, con el cuello de la camisa abierto, Maximiliano nunca para”.
Veamos esta referencia a Pepa Iturbide, tía del niño Agustín y dama de la corte de los emperadores: “¡Es un milagro del cielo que ella se haya dormido siquiera tantito! Tan horrorizada está por el capricho de Maximiliano de traerse la corte a esta ranchería [Cuernavaca]: a dos días de viaje por la sierra, moliéndose los huesos para arriba y para abajo. Dios bendito, ¡éstos no son tiempos para abandonar la capital y andar por ahí divirtiéndose con redes para mariposas y frascos de gusanos!”.
“Una simple visita a Cuernavaca no habría bastado; él tenía que servirse la enchilada completa con la cuchara grande: una residencia imperial con diseño del paisaje, fuentes y un estanque de ornato lleno de peces exóticos y mobiliario y chácharas a montones y, para acabarla, la Casa Borda está hirviendo de cucarachas, escarabajos, forfículas y palomillas”.
Toca su turno a una austriaca, ama de llaves: “Cuernavaca no es el baño turco de tierra caliente, sino más aún, como Maximiliano lo dijo, el de un mayo italiano. Agradable para los hombres y tal vez para el príncipe Agustín, pero una tortura para quienes tienen que empaquetarse en corsés y crinolinas. Ah, pobre Carlota que ha perdido a su padre, pero, Jesús bendito, ¿qué habría hecho si se hubiera visto obligada a vestir de luto?”.
Concluyamos, ahora con Maximiliano: “En Cuernavaca, uno es feliz: el perfume del aire, los colores que vienen de la paleta del cielo, pájaros, árboles cargados de flores, vides y naranjas, la música de la orquesta y la de las fuentes, este sol que calienta los huesos”.
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