Este escritor nicaragüense nació en 1923 y murió en Mérida, Yucatán, en 1985. En México vivió 35 años y aquí estudió su maestría en Letras Españolas.
Autor de poesías, cuentos y ensayos, en nuestro país realizó cuidadosas ediciones de las obras completas de Rubén Darío y de Alfonso Reyes. En 1980 recibió el premio que lleva el nombre de este último polígrafo y años atrás había merecido la prestigiada presea Villaurrutia. Obtuvo el doctorado en Filología Hispánica en Madrid.
Sus principales poesías están reunidas bajo el título de Recolección a mediodía y sus relatos en el volumen Puro cuento, donde se incluye una estampa de Cuernavaca llamada Los Faroles.
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Un distinguido estudioso de Mejía ha escrito que su mejor poesía “no está en el verso, sino en su prosa poética o sus poemas en prosa”, es decir, en sus “prosemas”. En todo caso, hoy lo que nos interesa son estas páginas morelenses:
“Los Faroles es una cantina sita en Cuernavaca, en la calle cerrada que va de General Galeana al boulevard Juárez, técnicamente fray Bartolomé de Las Casas. La calle recuerda Toledo por el empedrado, las hondonadas, quebraduras, balcones y macetas, pero sin encapuchados ni Santísimo Sacramento. Aun desde fuera de Los Faroles cuesta mucho ver las cúpulas y almenas de la catedral; desaparecen de pronto a la altura de Los Faroles. Los Faroles son 750 metros cúbicos de licores de todas marcas, especialmente las más bajas y traicioneras, que nutren a una población belicosa y febril, oyente de música chillona y marimacha, día y noche sin parar. Lo más distante a Los Faroles es peligroso. Uno lo sabe por los avisos oficiales: ‘No entre / No hay paso / No estacionarse en lo absoluto / No anunciar’. Mano torpe o ebria contradice con grafitti como éstos: ‘Buena senda / Fume mota’. Lo más cercano a Los Faroles está desierto: la boutique unisex Bagatelle, la Artesanía Tláloc para gringas, la ferretería El Gallito y la cocina casera y económica para poetas. En Los Faroles se juega: las mujeres ganadas salen despavoridas, quebrándose los tacones. Se pelea: los puñales relumbran con mucho brillo. Las balas perdidas matan inocentemente al más inocente. Por supuesto, nosotros nunca vamos a Los Faroles porque somos cobardes; a Los Faroles sólo llegan gentes bragadas, de pelo en pecho o despechadas, urgidas de matar o de que las maten. No quedan vitrales, focos ni roles sanos en Los Faroles. La puerta de golpe es golpeada a cada instante y mantecosa de nacimiento. No hay que confundir Los Faroles con El Farolito de Malcolm Lowry; el pobre, como nosotros, no se atrevió a pisar Los Faroles y eso con la sed que traía y las ganas de muerte. Nosotros vamos, como Malcolm Lowry, a La Línea de Fuego, que parece temible, con los amigos, como Juan Aburto, o con los amigotes, como Caco Amighetti. En Los Faroles, el entrechoque de cristales, las canciones y las balas, cuántas veces me han visto llegar a su puerta; pero un arte mayor me detiene, me obstruye el paso, y creyendo que es una bala, me doy por muerto. Así que nunca puedo entrar en Los Faroles porque puedo morir o hacerme inmortal. Los Faroles son para mí, pues, como el Cielo y el Infierno, donde no puedo entrar porque no muero, pero muero porque no muero.”
Este texto, firmado en “Cuernavaca, calle Nicaragua, antes Humboldt, 5 y 20 de mayo de 1973”, apareció como colaboración en una entrega retrasada de la Revista de Bellas Artes, núm. 7, nueva época, México, enero-febrero de 1973.
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