La telaraña de Saiz Zorrilla, aporte a la cultura mundial (I)

Las vueltas que da la vida

Lya Gutiérrez Quintanilla

  · lunes 30 de noviembre de 2020

Había una vez un gran mercado, el Adolfo López Mateos que todavía existe, cuya bóveda catalogada como una de las más grandes de Latinoamérica en un mercado, fue pintada por dentro por

José Saiz Zorrilla (q.e.p.d.), quien se calificaba a sí mismo como un ser quijotesco, y aseguraba a quien esto escribe que estaba un poco loco porque durante muchos años anheló pintarla hasta que al fin cumplió ese sueño, aunque tuvo un triste final.

Les traigo este recuerdo, queridos lectores, porque con toda seguridad pocos en Cuernavaca se acuerdan de aquellos tiempos, los más de 4,000 locatarios sobre los que pintaba, sí, por supuesto. Ese trabajo lo realizó a fines de los años 80. Supe de él y me dirigí al mercado, allí desde abajo, mirándolo hacia arriba, lo conocí y él, suspendido a más de 14 metros de altura, parecía no percatarse de nada ni de nadie cuando realizaba su trabajo.

En realidad colgaba de un sistema de telaraña que él creó y eran dos telarañas porque lo acompañaba en su locura pictórica, el también pintor Humberto López Oliver. Y así, fue avanzando la obra poco a poco. Por comida no se preocupaban, todos en el mercado los invitaban a diario y les proporcionaban los alimentos para llevar a sus casas. Era usual ver a Saiz Zorrilla en la Fonda de La Güera Frikas, allí doña Ángela se esmeraba en invitarle los mejores platillos, por cierto, tenía tanta personalidad la güera Frikas que un día cuando al tratar de ingresar al Palacio de Gobierno los dos o tres jóvenes que se encontraban en la entrada le pidieron su identificación, ella, indignada les respondió, perdón amigos por el lenguaje: “Identifíquense uds. cabrones que aquí nadie los conoce, en cambio a mí, todo Cuernavaca sabe quién soy. ¡Quítense!.

Y acto seguido ingresó sin que impidieran su entrada”. Y fue allí, en su fonda donde un día lo entrevisté. De manos huesudas que cuando no estaban pintando, hablaban, sí, todas sus palabras las acompañaba con movimientos de sus manos, le faltaba un fragmento del índice de su mano derecha, manos que además eran igual de expresivas que su rostro, mirada y enérgico vozarrón. A diario con su overol manchado de pintura y un paliacate rojo al cuello. Con gruesos mostachos terminados en punta, me decía: “yo no pinto ese mural para tener fama, incluso fueron años de papeleos para lograr el permiso, nadie quería autorizar mi proyecto”. Y el sueño de este pinto era cubrir la enorme cúpula con verduras, flores, frutas, pintadas por él mientras lo sostenía una especie de telaraña de gruesas reatas para sostenerlo con seguridad, y así, acostado, pegado al techo, poderlo ir cubriendo de color. Era maravilloso contemplarlo trabajar, tanto que hasta ese lugar llegó a visitarlo mientras pintaba, el gran artista Rufino Tamayo. Feliz, sereno, caminaba entre los pasillos para ver mejor el trabajo de Sáiz Zorrilla. Egresado del Taller del muralista David Alfaro Siqueiros, Sáiz dominaba el muralismo. Su técnica que empleó en el mercado fue trazar, dibujar las figuras que iluminaba en jornadas de seis a siete horas sin parar en las que avanzaban a lo largo de seis meses un cuadro de doce por quince metros cuadrados. Imagínense el trabajo, la bóveda con una extensión de 10,800 M2 llevaba ya pintado, al entrevistarlo, casi dos mil M2. De su trabajo, Rufino Tamayo expresó: “Esto es monumental, es una obra digna de Miguel Ángel”. Y respecto a la red que diseñó Sáiz, añadió Tamayo: “ni Leonardo Da Vinci, ni Siqueiros, ni el mismo Diego Rivera usaron alguna vez cosa semejante”. Su autor, de origen tamaulipeco y residente de Cuernavaca, afirmaba: “Este diseño se me ocurrió al egresar del taller Siqueiros donde uno de los requerimientos que nos legó el maestro era que pintáramos un mural en cualquier parte del país, pero el maestro nos pedía que eligiéramos un sitio que pudiera ser admirado sin que cobraran al pueblo por ello. Que fuera realizado en un lugar eminentemente popular, sin discriminaciones sociales ni raciales y que estuviera preferentemente en un recinto del estado de Morelos y no en manos particulares. Por lo que me encantó elegir el mercado principal de esta ciudad, el A.L.M., por ser parte de las profundas entrañas de la fenomenología social. Aquí los locatarios, aunque son gente amable y generosa, también pueden ser brutales y no puede haber arte más público que el de una plaza o un mercado. Y este es un mural del pueblo y para el pueblo. En él, trato de incorporar las formas indígenas auténticas a la modernidad, porque las formas de comunicación indígenas son las que más llegan al pueblo”, reflexionaba entre bocado y bocado de la rica pancita que comía en ese momento. “En sus trazos me basaba yo en el Códice Mendocino, en el Borgia y en la forma en que dichos documentos usan la forma y el color para trasmitir ideas. Las formas son sacadas de jeroglíficos zapotecos, mixtecos, mayas, olmecas, chichimecas y mexicas. Mire usted -de pronto dice a quien esto escribe-, al mostrar un trazo, la posición de los ojos o la dirección de la mirada en dichos códices tiene su simbología. Cuando llegué a Morelos, becado por el gobierno de mi estado y entré en contacto por primera vez con los murales del maestro Siqueiros, comprendí la pobreza de los colores en las que, en mi norteña tierra de origen, había vivido. Esto me marcó para toda la vida. Cuando expresé mi intención de pintar la bóveda me tacharon de loco. ¿Por qué si a Siqueiros no se le ocurrió teniendo el mercado tan cerca, a ti sí?, me preguntó Luis Arenal, cuñado del maestro. Así empecé haciendo estudios sobre humedades ambientales. Me entrevisté con el arquitecto Mario Pani, autor del diseño del Mercado A.L.M., una de sus obras magnas, pero me negó los planos, también me los negaron en las oficinas del mercado así que me ví en la necesidad de sustraerlos para estudiarlos, luego los regresé. Sobre los andamios una Cía. Italiana me cobraba 23 mil pesos mensuales, imposible pagarlo y una noche brinqué de la cama y me pregunté: ¿Por qué no usar el principio de las arañas colocando una telaraña de cuerdas de henequén prendida al techo y su fabricación sin la pretensión y con el apoyo e ingenio de los hamaqueros?. Me costó 60 mil pesos en total. Para trabajar Humberto y yo nos colocábamos un cinturón de seguridad agarrado de las bandas de seguridad hacia la red con cable capaz de sostener hasta 105 kilos de peso. Mi compañero López Oliver es experto en métodos de seguridad”. Por cierto, la idea de la red de Sáiz Zorrilla es un aporte a la cultura mundial, usado ya en otros países. Y hasta el próximo lunes.

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