Alexandre Dumas y madame Callegari escribieron, en apariencia al alimón, este Diario del viaje que ella realizó por diversas islas de Oceanía, por el puerto californiano de San Francisco y por la República Mexicana, en 1854. Dumas aportó su famosa pluma para dar realce al texto de su paisana francesa. (Entre las múltiples novelas de Dumas destacan Los tres mosqueteros. No debe confundírsele con su hijo, del mismo nombre y vocación, el de La dama de las camelias.)
Madame Callegari vivió cerca de 20 años en Nueva Zelanda debido a los negocios de su esposo, un comerciante italiano. Con él hace parte del recorrido que genera este Diario; al final -el tramo mexicano- se separaron, para reunirse con posterioridad en Europa. Escuchemos a la desparpajada y enérgica señora, quien viajó a caballo desde Acapulco a la ciudad de México:
“Percibimos a lo lejos unas luces: eran las del Puente de Isela [Puente de Ixtla]. Un cuarto de legua antes de llegar a la aldea, vimos a un hombre que se acercaba a nuestro encuentro. Era el granuja de Rubio. ¡Había partido sin inquietarse por nosotros! Confieso que no pude contenerme, que me acerqué a él y que, preguntándole: “¿Por qué nos has dejado, amigo?”, le di con todas mis fuerzas un latigazo que le cruzó la cara. Era una jornada de desgracias. No encontré ni siquiera dónde colgar mi hamaca. Cenamos y dormimos peor aún.”
“Había en nuestra venta una pobre loca; habían olvidado hablarnos de su locura, o habían considerado inútil aquella precaución. Mientras estuvimos en pie, todo fue bien: ella se mantuvo en un rincón tomando su sopa en un calabazo cortado como escudilla; pero en cuanto estuve acostada en mi estera, la pobre criatura se acercó a mi lecho y se puso a hacerme la señal de la cruz por todo el cuerpo. Como yo no tenía ninguna idea de lo que quería, empecé a gritar, pero la gente de la casa me respondió:”
“-Es una pobre loca; déjela hacer, no es peligrosa.”
“En efecto, no me hizo ningún mal, pero me impidió dormir, lo que en un viaje es, en mi opinión, el peor mal que le puedan hacer a uno.”
“Al día siguiente, llegamos a Cuernavaca. Nos alojamos en el Hotel de Francia [hoy Jardín Borda]. Encontré una cama, ¡una buena cama, una verdadera cama! Puede comprenderse mi alegría: era la segunda vez que ello me pasaba desde hacía doce días. La última cama databa de Chilpancingo. Dormí, pues, como para dar gracias a Dios. Pero al día siguiente le di las gracias de otra manera, cuando vi en qué paraíso estaba. Paraíso clásico, en verdad, paraíso del estilo de Versalles, con estanques, juegos de agua, tejos tallados, todo ello en el jardín mismo del hotel.”
“Pero lo que había en aquel jardín, y que no hay en Versalles, eran esos maravillosos arcos de rosas blancas y de rosas rojas, largos como la famosa cuna de Compiègne que Napoleón mandó hacer para María Luisa. Allá no ha habido un emperador que los mande hacer para una emperatriz. Es la naturaleza la que los construye para sí misma, esta fecunda y maravillosa naturaleza que, cada vez que encuentra agua, parece lanzarse exuberante, gozosa y perfumada, fuera de la tierra. Pasé en Cuernavaca una de esas mañanas de las que se guarda un recuerdo eterno.”
“Allí se toma, si se desea, el carruaje para México. A las 3 nos metieron en una abominable berlina que tenía el nombre ambicioso de coche de las postas. Nos gritaron: “¡Hasta la vista!” Nos hicieron señas con la mano, y partimos.”
“No deseo a mi peor enemigo recorrer dieciséis leguas en una diligencia mexicana. El camino es un verdadero castigo de Dios y, sin embargo, yo iba quebrantada hasta tal punto que, en un alto, al caer el día, me quedé dormida. Me despertó una sacudida que estuvo a punto de hundirme dos costillas…”
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