/ jueves 10 de septiembre de 2020

Prohibido prohibir

A mitad de la película Güeros corre una escena donde dos de los protagonistas entran a Ciudad Universitaria mientras se desarrolla la huelga del 99 en la UNAM y presencian, después de un mitin, el vandalaje al famoso mural de Siqueiros “Derecho a la cultura” en la torre de Rectoría; la chica grita al que está pintando sobre la obra que desista, pero su voz se pierde entre la multitud de estudiantes que lo aclaman. Entonces se vuelve a su acompañante y pregunta “¿Qué diría Siqueiros?” y él, sin apartar la vista de lo que está sucediendo, le responde “seguramente estaría de acuerdo”. Difícilmente podríamos opinar lo contrario sobre el muralista.

Para Walter Benjamin el calendario, a diferencia de los relojes, no cuenta el tiempo por unidades de medición, en realidad lo hace a través de festejos y eventos conmemorativos; el valor de un acontecimiento está ligado a lo que vale la pena evocar cada año, lo que es necesario repetir para no olvidar. Así pues, podemos decir que los monumentos, también anclados a momentos históricos, refuerzan a diario el precio del pasado. Están llenos de significación. Por eso no es extraño observar durante manifestaciones que las personas recurren a dañar monumentos o sitios que dejan de cumplir este significado. No es contra el objeto físico en sí, más bien es contra la representación que muchas veces permanece inconsciente.

Se cuenta que durante la revolución de 1830 una pareja de poetas observó cómo, durante el anochecer del primer día de lucha, en distintas partes de París y de forma simultánea, se disparó a los relojes de las torres; la lucha no sólo era para cambiar el statu quo, también se arremetía contra el tiempo, para hacer eterno a los segundos. Muchos años más tarde, en el mayo del 68, los movimientos estudiantiles tomaron las calles y universidades para oponerse a la cultura pequeñoburguesa de la sociedad, exigían un cambio verdadero; en una pared de la Sorbona se podía leer “tomo mis deseos por realidades, porque creo en la realidad de mis deseos”. Para ellos todo lo personal era político porque se oponían a la estandarización apabullante.

Es el motivo por el que las manifestaciones reflejan un carácter indómito, acaso irónico, al instante en que adquiere su forma tomando los monumentos, sitios u objetos que parecen contrariar el símbolo mismo que representan. El lugar de estas protestas sólo puede existir en un espacio radical porque busca romper la normalidad e impregnar de presente al pasado.

A veces inconscientes de su misma incidencia en el mundo cotidiano, el espectador común observa cómo parece incoherente el daño que efectúan las manifestaciones sobre símbolos históricos que han quedado en la identidad de una comunidad, pero en realidad no es otra cosa que hacer despertar con un salto a la colectividad dormida mediante la escisión de algo que ha dejado de representar a la realidad.

Por eso, cosa rara, sólo pueden expresar un motivo legítimo de forma ilegal.

A mitad de la película Güeros corre una escena donde dos de los protagonistas entran a Ciudad Universitaria mientras se desarrolla la huelga del 99 en la UNAM y presencian, después de un mitin, el vandalaje al famoso mural de Siqueiros “Derecho a la cultura” en la torre de Rectoría; la chica grita al que está pintando sobre la obra que desista, pero su voz se pierde entre la multitud de estudiantes que lo aclaman. Entonces se vuelve a su acompañante y pregunta “¿Qué diría Siqueiros?” y él, sin apartar la vista de lo que está sucediendo, le responde “seguramente estaría de acuerdo”. Difícilmente podríamos opinar lo contrario sobre el muralista.

Para Walter Benjamin el calendario, a diferencia de los relojes, no cuenta el tiempo por unidades de medición, en realidad lo hace a través de festejos y eventos conmemorativos; el valor de un acontecimiento está ligado a lo que vale la pena evocar cada año, lo que es necesario repetir para no olvidar. Así pues, podemos decir que los monumentos, también anclados a momentos históricos, refuerzan a diario el precio del pasado. Están llenos de significación. Por eso no es extraño observar durante manifestaciones que las personas recurren a dañar monumentos o sitios que dejan de cumplir este significado. No es contra el objeto físico en sí, más bien es contra la representación que muchas veces permanece inconsciente.

Se cuenta que durante la revolución de 1830 una pareja de poetas observó cómo, durante el anochecer del primer día de lucha, en distintas partes de París y de forma simultánea, se disparó a los relojes de las torres; la lucha no sólo era para cambiar el statu quo, también se arremetía contra el tiempo, para hacer eterno a los segundos. Muchos años más tarde, en el mayo del 68, los movimientos estudiantiles tomaron las calles y universidades para oponerse a la cultura pequeñoburguesa de la sociedad, exigían un cambio verdadero; en una pared de la Sorbona se podía leer “tomo mis deseos por realidades, porque creo en la realidad de mis deseos”. Para ellos todo lo personal era político porque se oponían a la estandarización apabullante.

Es el motivo por el que las manifestaciones reflejan un carácter indómito, acaso irónico, al instante en que adquiere su forma tomando los monumentos, sitios u objetos que parecen contrariar el símbolo mismo que representan. El lugar de estas protestas sólo puede existir en un espacio radical porque busca romper la normalidad e impregnar de presente al pasado.

A veces inconscientes de su misma incidencia en el mundo cotidiano, el espectador común observa cómo parece incoherente el daño que efectúan las manifestaciones sobre símbolos históricos que han quedado en la identidad de una comunidad, pero en realidad no es otra cosa que hacer despertar con un salto a la colectividad dormida mediante la escisión de algo que ha dejado de representar a la realidad.

Por eso, cosa rara, sólo pueden expresar un motivo legítimo de forma ilegal.

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