El poeta jesuita guatemalteco Rafael Landívar (1731-1793) vivió en México 12 años. Profundo conocedor del latín, escribió en ese idioma 3425 hexámetros sobre la campiña americana que fueron publicados en 1781 en Módena y al año siguiente se sacó a luz en Bolonia una segunda edición corregida y aumentada en más de 2000 hexámetros, rara obra en verso que se tituló Rusticatio mexicana.
A lo largo de siglo y medio se hicieron diversas traducciones parciales y no fue sino hasta 1924 cuando aparecieron, curiosamente en el mismo año, dos traducciones completas, una en verso y otra en prosa, esta última con innumerables erratas. La traducción que hoy usamos es la de Octaviano Valdés, en prosa, publicada por la Universidad Nacional en 1942.
Solo los valles de Cuautla y Cuernavaca pudieron inspirar así al poeta: “Ame el vulgo las recónditas riquezas del suelo y sus entrañas opulentas. Agrádame a mí concentrar la dulce miel en moldes de arcilla: no la que capta en los campos la abeja siciliana y solícita oculta en los huecos troncos; sino aquella que exprimida en prensas, vaciada en tinajas de metal, condensa el colono mexicano, y saca —albeante azúcar— de los cónicos moldes”.
“Tú, oh siervo, hábil maestro en el corvo arado, que adiestras a los toros robustos para las faenas rústicas, asísteme; enséñame a plantar la semilla en las roturadas piedras y volteados terrones, y a segar en seguida las flavas mieses con la hoz. Convierte las espumantes tinajas de miel dorada en azúcar nívea, dentro de los moldes de barro. Abiertos los canales de riego con pericia y a costa de sudores, los africanos de piel tostada por el sol candente y fuerzas extraordinarias, incansables en la ruda tarea, traídos de la tórrida tierra de Libia para que cultiven siempre con los rastrillos los campos productores de miel, no bien la Libra ha igualado los días con las noches, corta a cuchillo las puntas de la madura caña, con las cuales prepara la verde pastura a los novillos cansados”.
“Al siguiente claro día, cuando la nueva luz ahuyenta las sombras y vuelve al mundo la belleza bajo el sol, el colono lleva prontamente a los campos el curso acelerado de un riachuelo, que fluye por los cañaverales; pero, prudente, impide que las linfas se precipiten por su ímpetu natural, a fin de que no arrastren la sustancia del campo y descubran la semilla. Antes bien irriga las preñadas glebas, al tenue murmurar, tolerando de intento que el agua se estanque largamente en tranquilos remansos sobre la pingüe tierra, hasta que empapada rechace la irrigación. Pero si maligna recalcitrara a los errantes riachuelos, y dura se negara a empaparse de agua, bañará su aridez, con más frecuencia, hasta ver que los gérmenes rasgan el vientre de la tierra, y las yugadas se visten por todas partes de umbrosa frondosidad”.
“Luego que la mies ha madurado en sus astas de oro, llenándose los tallos con el jugo de ambrosía, la gente laboriosa, esparciéndose por el campo, con la hoz arremete contra los haces espigados, y arrasa toda la tierra poblándola de triste luto. Unos cortan el denso plantío a repetidos tajos, otros cargan los carros con la siega, y otros arrean los cargados; y todos, rociando los campos con la sangre de la caña, se entregan al trabajo aun bajo el cielo ardiente”.
“Pero los africanos atormentados por el furioso Febo, burlan las saetas solares con el dulce licor que ofrece la caña exprimiéndola a mordidas. Con el diente poderoso, la despojan de la desagradable corteza, y descubriendo la médula nívea, como si usaran cuchillo, la mastican triturándola con fuerza de boca africana. Y al aliviar las fauces áridas con el jugo exprimido, expulsan del negro cuerpo al mortífero Febo”.
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