/ viernes 20 de septiembre de 2024

[Viajeros extranjeros en Morelos] De cuando Diego Rivera pintó los murales en Palacio de Cortés (II)

Esta es la segunda y última parte de la historia sobre los murales que Diego Rivera pintó en el Palacio de Cortés, en la capital de Morelos

Sigamos con el estadunidense Bertram D. Wolfe, biógrafo de Diego Rivera, la historia de los murales del Palacio de Cortés, pagados en 1930 por el embajador de Estados Unidos, Dwight W. Morrow, poderoso hombre de negocios:

“Establecido el precio, ambos hombres pasaron a la cuestión que preocupaba tanto al titán de las finanzas como al titán de la pintura, a saber: el tema de la obra. Éste resultó más fácil de decidir que el precio. Morrow desarmó al pintor mostrándose de acuerdo en que éste eligiera el que quisiera y lo ejecutara como quisiera, sin más censura que el tratarse de algo aceptable para las autoridades de Morelos, a quienes se haría el regalo".

"La proposición fue digna de un diplomático: en un instante la silenciosa tensión fue descargada tam­bién en silencio. Es cierto que Morrow una o dos veces durante el progreso del trabajo sugirió, diplomáticamente como siempre, que los clérigos pintados por Diego no halagaban a la Iglesia ni a la religión. Pero a esto Diego repuso, no menos diplomáticamente, que él no atacaba a nadie, sino que se concretaba a presentar la historia de Morelos y la conquista".

"Señaló que también incluía en su pintura a buenos sacerdotes: Las Casas, protector de los indios contra la furia de los conquistadores; Motolinía, maestro de las artes y oficios pro­pios de los conquistadores europeos. ‘No sé si a la Iglesia le guste —manifestó Diego con la mejor de sus sonrisas— pero tanto los bue­nos sacerdotes como los malos, y el papel desempeñado por el cristianismo en la conquista, son la verdad de la historia y, siendo así, todo amigo de la verdad estará de acuerdo’. En adelante, el embaja­dor no volvió a intervenir”.

“Morelos es tierra templada, montañosa, cubierta de huertos, bien irrigada, boscosa, fértil. El aire es más suave que en el valle de Méxi­co, la altura menor, las lluvias más abundantes, la atmósfera más alegre. En lugar de las áridas vistas melancólicas de lo alto de la meseta central, hay un despliegue de colorido y opulencia de curvas: densas arboledas verde oscuro cubren las paredes de las cañadas, colgando en festones sobre la impenetrable penumbra, resplande­ciendo translúcidas y doradas donde el luminoso sol logra atravesar su trabazón, puntuadas aquí y allá de brillantes flores y frutos tropi­cales".

"Cuernavaca se halla posada en lo alto de empinada serranía, seño­reando el territorio conquistado por Cortés, quien construyó en ella su residencia como un monumento a su poderío y autoridad. Cuatro­cientos años más tarde todavía perdura la sólida estructura, vigilante por encima del ancho, profundo y placentero valle donde Morelos peleó por la independencia y donde Zapata cabalgó por los cerros seguido de sus agraristas”.

“El fresco fue pintado en una galería abierta expuesta al sol y al aire. A través de la columnata se domina el verde valle y a lo lejos la perspectiva de las serranías que se elevan y elevan hasta fundirse en los volcanes coronados de nieve y el intenso y luminoso azul del cielo. Este panorama también tiene su reflejo y manifestación en el mural”.

“Es cierto que un representante de la gran poten­cia vecina había pagado la cuenta; sin embargo, no fue un frívolo gesto de burla, como algunos han supuesto, lo que hizo al artista escoger este tema; no, él lo sintió como una exigencia del tipo de construcción en esa tierra y época, pintando así un drama universali­zado del conflicto entre un conquistador imperialista y una rebelde civilización nativa que se defiende: esta remembranza a partir de la conquista de Cortés, hasta la insurrección de Zapata, constituye la ‘cuarta dimensión’ que prolonga las otras tres dimensiones del edi­ficio proyectándolas en la vida del pueblo y la región”.

Segunda y última parte.

Sigamos con el estadunidense Bertram D. Wolfe, biógrafo de Diego Rivera, la historia de los murales del Palacio de Cortés, pagados en 1930 por el embajador de Estados Unidos, Dwight W. Morrow, poderoso hombre de negocios:

“Establecido el precio, ambos hombres pasaron a la cuestión que preocupaba tanto al titán de las finanzas como al titán de la pintura, a saber: el tema de la obra. Éste resultó más fácil de decidir que el precio. Morrow desarmó al pintor mostrándose de acuerdo en que éste eligiera el que quisiera y lo ejecutara como quisiera, sin más censura que el tratarse de algo aceptable para las autoridades de Morelos, a quienes se haría el regalo".

"La proposición fue digna de un diplomático: en un instante la silenciosa tensión fue descargada tam­bién en silencio. Es cierto que Morrow una o dos veces durante el progreso del trabajo sugirió, diplomáticamente como siempre, que los clérigos pintados por Diego no halagaban a la Iglesia ni a la religión. Pero a esto Diego repuso, no menos diplomáticamente, que él no atacaba a nadie, sino que se concretaba a presentar la historia de Morelos y la conquista".

"Señaló que también incluía en su pintura a buenos sacerdotes: Las Casas, protector de los indios contra la furia de los conquistadores; Motolinía, maestro de las artes y oficios pro­pios de los conquistadores europeos. ‘No sé si a la Iglesia le guste —manifestó Diego con la mejor de sus sonrisas— pero tanto los bue­nos sacerdotes como los malos, y el papel desempeñado por el cristianismo en la conquista, son la verdad de la historia y, siendo así, todo amigo de la verdad estará de acuerdo’. En adelante, el embaja­dor no volvió a intervenir”.

“Morelos es tierra templada, montañosa, cubierta de huertos, bien irrigada, boscosa, fértil. El aire es más suave que en el valle de Méxi­co, la altura menor, las lluvias más abundantes, la atmósfera más alegre. En lugar de las áridas vistas melancólicas de lo alto de la meseta central, hay un despliegue de colorido y opulencia de curvas: densas arboledas verde oscuro cubren las paredes de las cañadas, colgando en festones sobre la impenetrable penumbra, resplande­ciendo translúcidas y doradas donde el luminoso sol logra atravesar su trabazón, puntuadas aquí y allá de brillantes flores y frutos tropi­cales".

"Cuernavaca se halla posada en lo alto de empinada serranía, seño­reando el territorio conquistado por Cortés, quien construyó en ella su residencia como un monumento a su poderío y autoridad. Cuatro­cientos años más tarde todavía perdura la sólida estructura, vigilante por encima del ancho, profundo y placentero valle donde Morelos peleó por la independencia y donde Zapata cabalgó por los cerros seguido de sus agraristas”.

“El fresco fue pintado en una galería abierta expuesta al sol y al aire. A través de la columnata se domina el verde valle y a lo lejos la perspectiva de las serranías que se elevan y elevan hasta fundirse en los volcanes coronados de nieve y el intenso y luminoso azul del cielo. Este panorama también tiene su reflejo y manifestación en el mural”.

“Es cierto que un representante de la gran poten­cia vecina había pagado la cuenta; sin embargo, no fue un frívolo gesto de burla, como algunos han supuesto, lo que hizo al artista escoger este tema; no, él lo sintió como una exigencia del tipo de construcción en esa tierra y época, pintando así un drama universali­zado del conflicto entre un conquistador imperialista y una rebelde civilización nativa que se defiende: esta remembranza a partir de la conquista de Cortés, hasta la insurrección de Zapata, constituye la ‘cuarta dimensión’ que prolonga las otras tres dimensiones del edi­ficio proyectándolas en la vida del pueblo y la región”.

Segunda y última parte.

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