En 1982 el uruguayo José Ríos visitó México para una estancia de tres meses, acompañado de su esposa. En sus apuntes de viaje leemos la siguiente descripción:
“A las 9 horas de este domingo, partimos en dirección de la Laguna de Zempoala. Nos internamos en los tortuosos caminos de la montaña, que nos va mostrando paisajes distintos a medida que avanzamos. Cruzamos por entre frondosos bosques de pinos. De improviso surgen pequeños pueblos cuyas casas parecen estar suspendidas en la ladera de la montaña. Generalmente hay una calle principal, que en el día de hoy está ocupada por una feria dominical [quizá es Huitzilac]. Allí no podían estar ausentes las artesanías fabricadas por las manos de artífice de los mexicanos; indígenas, la mayoría de ellos. Cientos de miniaturas se entremezclan con las frutas y las hortalizas. Un conglomerado heterogéneo se disputa los favores de los clientes. Hombres, mujeres y chamaquitos vocean sus mercancías. Un automóvil moderno está junto a un rústico carromato. Veo a unos minúsculos borriquillos caminando resignadamente con las árganas repletas de ollas, platos y diversos utensilios de barro. Y, como en toda feria, el aire está lleno de gritos, música, pregones, voces… Es éste un pequeño mundo donde palpita la vivencia de una comunidad sencilla, pastoril, casi primitiva”.
“Al llegar a la cima de la montaña, nos desviamos para entrar a un angosto sendero que corre entre una pared de rocas y un precipicio. Descendemos muy lentamente en lo que es la entrada al valle donde se encuentra la Laguna de Zempoala”.
“Este hermoso lugar tendrá una superficie de 2 kilómetros cuadrados. En uno de sus extremos está la laguna en cuyas calmas aguas se reflejan las montañas. Sobre su superficie navegan pequeñas embarcaciones deportivas. En la orilla, se ven algunos pescadores. En el lado opuesto, descendiendo por entre los acantilados, un pequeño hilo de agua corre en su cauce de piedra y va a desaguar a la laguna”.
“Toda la superficie del campo está cubierta por una hierba verde, mullida, acogedora. Toda la montaña se encuentra cubierta de espeso bosque. En la parte de las sombras reina la oscuridad, aunque estamos en pleno mediodía. Donde llega el sol, en cambio, palpita la vida y la vegetación adquiere toda su belleza de luz y color”.
“Sobre la hospitalaria planicie se han instalado numerosos grupos de personas. En torno a los fogones se reúnen las familias mientras preparan sus almuerzos. Los infaltables vendedores ambulantes ofrecen sus exquisitas morelianas y las apetecibles obleas de cajeta. El comercio, en improvisados puestos, vende refrescos, golosinas, leña seca, quesadillas, tacos. En mansos caballos de alquiler cabalgan niños ricos acompañados por chamacos descalzos que llevan de la rienda a la cabalgadura”.
“Improvisamos nuestro campamento en la margen del arroyito en cuyas aguas los niños han colocado barquitos de papel que la corriente, lentamente, lleva hacia la laguna. Encendemos el fuego y –como auténticos uruguayos- nos disponemos a preparar el asado mientras saboreamos un mate amargo”.
“Transcurren las horas en animada conversación. Se mezcla el canto de la juventud con el tañido de una guitarra, ladridos de perros, canto de pájaros, llanto de niños; todo lo trae el viento en la placidez de la tarde. Era aquella una pequeña comunidad humana viviendo un día feliz en contacto con el paisaje y la tierra”.
“¡Laguna de Zempoala...!
¡Poema del agua, la piedra, el árbol…!
¡Valle cargado de la primitiva poesía del mundo vegetal…!
¡Árbol milenario en cuyas ramas anida el pájaro vocinglero…!
¡Naturaleza maravillosa de una comarca llamada México…!”
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