Tengo un recuerdo hilvanado de mi infancia: era una casa grande en la Ciudad de México, el piso era blanco con piedritas, resbaloso. Había una escalera grande con un barandal de herrería negra, ventanales enormes. La casa era fría. En el patio, había una jaula blanca, medio oxidada. En el piso siempre había plastas de excremento con un olor gracioso y muchas cáscaras de semillas de girasol. Ahí vivía un cotorro que me parecía estar viejo, le faltaban plumas de la cabeza. Decía groserías, chiflaba, a veces respondía, pero siempre se balanceaba de un lugar a otro, como hipnotizado. Era un animal grande ¿Cómo entró a esa jaula si la puerta es muy pequeña?
Como ese cotorrito triste, vi muchos después. Era común que hubiera en casa de otros familiares o amigos. Los tenían desde pequeños y se presumían sus habilidades para hablar.
En nuestro país existen al menos 21 especies la familia Psittacidae (pronunciado sitácide) que incluye loros, cotorros, pericos y guacamayas. Sus colores, su belleza e inteligencia hacen a este grupo de aves sumamente atractivas.
Se alimentan principalmente de frutas, semillas, flores, pero algunas especies incluso pueden ser carroñeras, por lo que se pueden desplazar distancias considerables en búsqueda de alimento. Viven en grupos y se acicalan para reforzar sus vínculos afectivos. Sin duda verlas volar mientras vocalizan fuertemente entusiasmadas en libertad es algo maravilloso.
Sin embargo, todas ellas siempre han sido blanco de la extracción ilegal. Un perico alimentado con atole, solamente semillas de girasol y una que otra fruta, es un perico enfermo que no recibe la alimentación adecuada. Un loro enjaulado desarrolla alas atrofiadas y deterioro cognitivo debido al estrés por el encierro. Lo anterior sumado a la grave pérdida de su hábitat han provocado una disminución drástica en las poblaciones en libertad. En el país las especies nativas de Psitácidos se encuentran protegidas por la ley por lo que se considera un delito federal poseer, comercializar o transportarles.