/ domingo 20 de octubre de 2019

La muerte, el devenir ineludible de la vida

La biología señala que es más prudente describir las cualidades o características de la vida

Para hablar sobre la muerte debemos tener en consideración lo que es la vida, ya que una surge inmediatamente después de la otra. Sin embargo, ambas acepciones son difíciles de definir a pesar que todos tenemos una idea intuitiva de lo que son. La biología señala que es más prudente describir las cualidades o características de la vida, las cuales son las mismas que se pierden al morir, en lugar de encontrar un argumento totalizador que las explique.

Podemos empezar señalando que, a nivel químico, los seres vivos constituyen estructuras complejas, organizadas y replicables, compuestas por moléculas orgánicas principalmente, que van conformando superestructuras como células, tejidos y órganos, los cuales responden a estímulos de su ambiente, obteniendo de él materiales y energía que les ayudan para crecer, desarrollarse en estructuras más complejas, mantener su equilibrio interno y para reproducirse. A la actividad interna que mantiene el equilibrio en los seres vivos se le ha denominado homeóstasis. Así también, se puede agregar que los seres vivos tienen, entre sus cualidades, responder a los mecanismos evolutivos, con lo cual la vida siempre estará en cambio.

Dentro de los aspectos evolutivos más importantes, Cereijido (2012), señala como característica de la vida, la capacidad de los organismos para evaluar el futuro inmediato o a largo plazo. Esta capacidad depende de la complejidad de cada uno y es una de las formas mediante las cuales las especies se han diferenciado, llegando a ser estructuras vivas complejas como las bacterias, que tienden a adaptarse bien a nuevos ambientes, o los lobos y hienas, quienes se agrupan planeando la caza como el medio para obtener los recursos de su entorno o aún más, los seres humanos que proyectan el futuro más allá, generando modelos dinámicos que, por ejemplo, permitan llevar a sus congéneres a lugares tan lejanos como la luna. Esta particularidad del hombre obedece, además, a otras dos características evolutivas que ha usado a su favor, la primera es la capacidad de aprender y la segunda, la sociabilidad del conocimiento. Así, el hombre ha basado su estrategia evolutiva en conocer y transmitir el saber, además, la visión hacia un futuro lejano, le proporciona otra diferencia respecto a los demás seres vivos: la conciencia sobre la muerte.

En contraposición, hablar sobre la muerte es señalar por un lado que el organismo ha perdido la capacidad de homeóstasis y entra en un proceso de desequilibrio bioquímico, en donde los principios termodinámicos actúan hasta que la degradación de todas las superestructuras concluye en compuestos y elementos químicos más simples. Y por el otro lado, las características evolutivas que definen a la vida se pierden, es decir, el organismo muerto no podrá reproducirse, no podrá coexistir con sus congéneres y mucho menos podrá evaluar el futuro que le sobreviene, hecho por el cual, hablar sobre la muerte es hablar sobre la ignorancia suprema, pues hasta hoy, nadie ha regresado de ella para señalar qué es, cómo se sobrelleva y porqué se terminan esas cualidades que distinguen a la vida, se pierde la capacidad de sociabilizar sobre el devenir del más allá.

El ser conscientes sobre la muerte nos prepara paulatinamente para ella, pues sobreviene cuando la conciencia se extingue, es decir, cuando se da la muerte cerebral. Esta pérdida de conciencia ha intrigado históricamente al ser humano, razón por la cual, ha generado mecanismos que expliquen el hecho de morir, para apaciguar generacionalmente la ausencia del conocimiento (Cereijido, 2012).

El origen de la conciencia sobre la muerte

Es difícil señalar en qué momento de la historia el hombre (incluyendo a los homínidos humanos extintos), se percató sobre la muerte como el devenir ineludible de la vida. Sabemos que en el periodo paleolítico surgen los primeros enterramientos con toda la parafernalia cultural, la cual denota la preparación y preocupación por el acaecido; la mayoría eran entierros neandertales[1] realizados en cuevas de Francia y del Oriente Medio, donde los restos materiales muestran ya una sofisticación en el proceso de inhumación. A pesar que para este tiempo hubo coexistencia con población de homo sapiens, lo elaborado de los entierros neandertales señala una clara complejidad conceptual y simbólica, la cual se desarrolló primero y con mayor intensidad entre sus sociedades (Armendáriz, 1992).

Los entierros neandertales que han perdurado hasta el presente eran variados, se realizaban dentro de cuevas y daban prioridad a los adultos masculinos y a los niños. Todos eran recubiertos de tierra o piedras, sin embargo, algunos individuos se disponían sobre el suelo y otros dentro de fosas cavadas al interior de los recintos, como el caso del entierro de un anciano en Chapelle-aux-Saints (figura 1). La posición de los muertos señala que eran colocados en decúbito dorsal[2] o en decúbito lateral, con los brazos extendidos o de forma más común, con las extremidades flexionadas sobre el pecho; también se les colocaba invariablemente con la región cefálica al este y pies al oeste. Tenían rituales con los restos esqueléticos, ya que la evidencia muestra reapertura de las fosas con extracción parcial o total de los huesos y/o reacomodo de estos dentro del recinto de enterramiento. Leroi Gourhan señala que las antiguas sociedades de neandertales y sapiens, serían muy numerosas al estar extendidas a lo largo de Asia y Europa, con lo cual, lo común entre el 250 000 a.C. y hasta el 10 000 a.C., sería la poca disposición de los cuerpos de los congéneres, los cadáveres tendrían que haber sido habitualmente sepultados, depositados o simplemente abandonados al aire libre y, sólo ocasionalmente, inhumados en el interior de las cavernas (Armendáriz, 1992).

Posteriormente y tras la extinción de las sociedades neandertales, es el hombre quien sigue la tradición de inhumación, desarrollando complejas explicaciones sobre la muerte y muestra una preocupación sobre extender la vida, la cual llevó a “civilizar” cada vez más este proceso final. Para el neolítico euroasiático y hasta después del surgimiento de la agricultura, se generaliza una forma de disponer a los muertos de manera individual. Ya posteriormente y por muy diversas causas, los entierros colectivos y simultáneos fueron los que abundaron. Cabe señalar que, en esta etapa, entre el 25 000 y 10 000 a.C., ya se había poblado todo el planeta, por lo que se dieron distintas formas de aceptar y convivir con la muerte en las muy distintas sociedades humanas.

La visión sobre la muerte en América

La primera evidencia de rituales relacionados con la muerte se encuentra en Anzick, Montana, Estados Unidos, donde fue hallado un infante con más de 100 artefactos funerarios como puntas de lanza y herramientas de cornamenta de venado, pertenecientes a la cultura Clovis, la cual se reconoce como la primera tradición cultural en América[3] (Figura 2). Los restos se fecharon alrededor del 12 600 a.C. y muestran la importancia del infante al ser ataviado con una ofrenda tan importante, así mismo, evidencia que, al igual que en el Paleolítico europeo, lo común pudo ser la disposición de los muertos de manera sencilla sobre el suelo, cavando sepulturas que se han perdido al paso del tiempo o simplemente se abandonaba a los fallecidos en la intemperie.

En México, los primeros vestigios humanos se han encontrado en los estados de Yucatan, Puebla, Oaxaca, Hidalgo y el Valle de México principalmente. Sin embargo, no todos corresponden con enterramientos intencionales humanos. De Naia, la adolescente cuyos restos estaban en un cenote en Yucatán, no hay información sobre su deposición, pero sus restos se han fechado alrededor del 13 000 a.C., siendo los más antiguos encontrados en territorio mexicano (Nat.Geo., 2018). Otro caso similar es el del Hombre de Tepexpan, con una datación alrededor del 3 000 a.C. y cuyo hallazgo muestra a un individuo en posición de decúbito ventral flexionado, el cual cayó de bruces al lado del lecho de un río, al momento de su muerte (Romano, 1974).

Tres entierros más, pero ya con una disposición cultural, se localizaron en el poblado de Santa María Astahuacan, al sureste de la Ciudad de México; dos de ellos eran adultos jóvenes, un hombre y una mujer, fechados alrededor del 7 000 a.C., fueron enterrados de manera simultánea en posición de decúbito lateral derecho con una orientación general de oeste a este. El tercer entierro estaba más retirado, pero en similar posición de enterramiento. Estos hallazgos muestran que la preocupación por los fallecidos formaba parte de un proceso ritual bien establecido, en el cual se disponía a los muertos siempre de la misma manera: simulando la posición fetal, con la región anterior del cuerpo viendo hacia el este, que es por donde nace el sol (Romano, 1974).

En 1959 se exploró la Cueva del Tecolote en Huapalcalco, Hidalgo, la cual tenía diferentes estratos de ocupación, en el más antiguo, denominado fase Tecolote, fechado alrededor de 7 000 años a.C., se encontró el entierro simultáneo de dos individuos masculinos, adultos jóvenes (Figura 3). Los restos fueron depositados de manera aleatoria en medio de la entrada a la cueva, el primer sujeto fue colocado en posición de decúbito dorsal semiflexionado y el segundo en decúbito latera flexionado, permaneciendo juntos por la región de la espalda uno viendo hacia el este y el otro al oeste. Tanto por la disposición de los muertos, como por una punta de proyectil asociada a uno de ellos, se puede suponer que fue un entierro de carácter ritual, en el cual, se sacrificaron ambos personajes. Además, hacia la pared norte de la cueva se encontró el entierro de seis perros colocados formando un semicírculo y en medio de ellos, una punta de proyectil de mayor antigüedad que la asociada a los entierros humanos. A este conjunto de perros le hacían falta los huesos de un cráneo, el cual fue retirado en esta época quizás al realizar el enterramiento humano, lo que confiere mayor antigüedad a los cánidos. Puede decirse que ambos conjuntos, perros y humanos, corresponden con un momento de transición en el Altiplano Central y de cierta forma conmemoran el cambio poblacional y cultural. Culturalmente la industria lítica desarrollada hasta este momento había evolucionado de la tradición Clovis, sin embargo, el proyectil asociado a los restos humanos, de tipo Coxcatlán, pertenece a una tradición local. De igual forma, el tipo craneano de los sacrificados es dolicocráneo, es decir, alargado cuando se ve de manera lateral, el cual era muy común en poblaciones antiguas y este fue sustituido por gente con cráneo de proporciones intermedias subsecuentemente (Monterroso, 2004).

Entre el 1 300 a.C. y el 200 a.C. en el periodo Preclásico, se observa otro cambio, ahora asociado al uso de los recintos cavernosos, tal como se atestigua en la Cueva de la Chagüera y el Gallo en el estado de Morelos, donde se encontraron ofrendas agrícolas ofrecidas a la cueva y un número importante de objetos domésticos relacionados con la vida aldeana. Las ofrendas tenían como elementos en común, una cama de pasto o gramíneas, ejemplares agrícolas básicos como el maíz, artefactos realizados con maguey y palma, restos óseos de humanos y animales, así como una cubierta de lodo y rocas. Los entierros humanos encontrados en la Cueva de la Chagüera eran principalmente entierros secundarios, es decir, pertenecían a individuos esqueletizados que habrían sido removidos y reagrupados para formar una nueva inhumación, mientras que el espacio liberado era reutilizado para la colocación de otro fallecido, el cual era enterrado como fardo mortuorio, que fue la forma principal en la Cueva del Gallo (Morett et al., 2000).

El análisis de los restos humanos señala que en ambas cuevas hubo representación de todas las edades y ambos sexos, dándoles similar tratamiento mortuorio y permitiendo suponer que los decesos estaban en relación con la dinámica poblacional de la época. Dentro de los elementos rituales, además de la reorganización de los restos óseos áridos, se pudo establecer presencia de pocas marcas de desarticulación de los huesos, tales como huellas de corte, siendo más frecuentes las huellas de fuego sobre el hueso seco, lo que permite señalar que la evolución del pensamiento mágico de las sociedades aldeanas se dirigía hacia un fuerte culto a los ancestros fallecidos, siendo el fuego, el elemento purificador.

Podemos señalar así que las cuevas eran vistas no solo como la comunicación con la madre tierra, sino también como la entrada al inframundo. De esta forma se consideraban el origen de la vida y el fin de ella, hecho por el cual los fallecidos regresaban para su último lugar de reposo. Así también, esta característica dual señalaba a las cuevas como el lugar donde residían las fuerzas proveedoras y donde debería cerrarse el ciclo: vida – fertilidad – sacrificio – muerte. Gestándose así los primeros estadios de la religión en Mesoamérica, la cual, señalaba que la vida daba origen a la muerte y la muerte daba origen a la vida, percepción ligada totalmente al ciclo agrícola (López, 2012)

Ya para el periodo Posclásico, era muy claro que todo ser humano, desde su nacimiento, contraía una deuda con la madre tierra al obtener de ella el sustento para la vida, lo cual tendría que pagar algún día con su fallecimiento. Al momento de morir, el cuerpo se desintegraba separando sus componentes primigenios (figura 5), de los cuales, el alma o teyolía, que residía en el corazón, salía como un ente incorpóreo por la boca y era la que viajaba al mundo de los muertos. Otro elemento era el tonalli, entidad anímica relacionada con el pensamiento y con la inteligencia, se decía que estaba ubicada en la cabeza, sin embargo, podía residir en todo el cuerpo, de ella dependía la conciencia, la voluntad y el destino, era otorgada por los dioses al nacimiento, pero se fijaba y adquiría sus particularidades al realizarse la ceremonia de bautizo indígena, unos cuantos días después del parto. Como tercer componente estaba el ihiyotl o soplo divino, que era una materia anímica insuflada por los dioses también al principio de la vida y era reforzada después por la respiración, también estaba relacionada con el hígado y las paciones (López, 1999)

Las fuentes señalan cuatro lugares de destino para el teyolía: el primero era el Mictlán, lugar a donde iban los fallecidos por una muerte normal, sin gloria, también llamada tlalmiquiliztli o muerte de la tierra, y por la cual, el acaecido debería de someterse a una serie de nueve pruebas o tormentos antes de su destrucción final. El segundo lugar era el Tlalocan, lugar a donde iban los fallecido por una muerte relacionada con el agua, es decir, los ahogados, los muertos por un rayo o los que tenían una enfermedad considerada húmeda; este sitio era un paraíso dentro de una montaña y los acaecidos que llegaban a él, tenían que trabajar ya fuera como ahuaques (duendes de agua) o como ehecatotontin (vientecillos). El tercer sitio era Tonatíuh Ilhuícatl, o cielo del sol, al que solo llegaban los muertos en la guerra y las mujeres fallecidas en el primer parto; este cielo era concebido como un gran llano por donde el dios realizaría su recorrido diurno y seria acompañado por los difuntos durante un periodo de cuatro años, tiempo después del cual se convertirían en pájaros y mariposas. Finalmente estaba el cuarto sitio llamado Chichihualcuauhco o árbol nodriza, que era un árbol del cual brotaban frutos como mamas, a las cuales se colgaban los niños que morían en edad de lactar, con la finalidad de esperar una nueva oportunidad. A diferencia de la religión cristiana, cuyo destino final para las almas dependía de la moral con la que se vivía, la creencia nahua señalaba que el destino de los fallecidos dependía de la forma en que se moría y de cómo se había vivido y agraciado a los dioses, quienes también podían modificar el destino de los teyolía (López, 2012).

En cuanto al destino del tonalli, se creía que este podía quedar residiendo en mechones de pelo cortados desde el nacimiento, pero principalmente en los huesos tras el deceso, razón por la cual se prefería enterrar al pariente muerto dentro de la misma vivienda, así seguiría cercano a los familiares, pero también sería más factible realizar ceremonias con sus restos ya esqueléticos. Estos ritos se acompañarían de efigies protectoras, con la finalidad de mantener unido siempre el tonalli del fallecido, asegurando también la protección de los vivos. En lo que respecta al ihiyotl, se sabe poco, se dice qué al morir el individuo, este segmento formaría parte del “aire de noche”, el cual terminaría por disolverse o convertirse en una figura fantasmal que deambularía por lugares sucios y malolientes, para finalmente terminar por desaparecer (López, 2012).

Así, la concepción sobre la muerte en el mundo nahua promovería rituales complejos, los cuales debían de contribuir, por un lado, a que una parte del acaecido siguiera su rumbo al más allá, mientras que otra parte del ritual debería de enfocarse en alejar al ente que se disolvería en la tierra y en una tercera parte de los ritos, permitiría que el ánima permaneciera con los deudos para concederles su protección. Esto exigía ceremonias en el lugar del deceso, otras con el cadáver y finalmente, en la tumba. Los rituales se realizaban durante los cuatro días después de muerto, después se reafirmarían a los 80 días, al año, a los cuatro años y subsecuentemente en tiempos mayores (López, 2012).

FUENTES CONSULTADAS

Armendáriz (1992) La idea de la muerte y los rituales funerarios durante la Prehistoria del País Vasco. España: MUNIBE Antropología Arkeología Supl. Nº 8 p.p. 13-32 SAN SEBASTIAN.

Cereijido, M. (2012) “Biología de la muerte”, En: Pérez T. (coord.) La muerte, México: pp. 7-56, El Colegio de México.

López A. (1999) “Misterios de la vida y de la muerte”, En: Arqueología Mexicana, México: pp. 4-10, núm. 40, Vol. VII.

López A. (2012) “La muerte en el mundo nahuatl”, En: Pérez T. (coord.) La muerte, México: pp. 57-82, El Colegio de México.

Monterroso P. (2004) Los entierros de la cueva del Tecolote, análisis antropológico de un ritual. México: Tesis Licenciatura 2004, ENAH. Director: J. Arroyo.

Morett A.; Sánchez M.; y Alvarado J. (2000): “Ofrendas agrarias del Formativo en Ticumán, Morelos”. En: Litvak J. y Mirambell L. (coords.), Arqueología, historia y antropología. In memoriam José Luis Lorenzo. México: Colección Científica, núm. 415. p.p. 103-115. INAH.

Romano A. (1974) “Restos óseos humanos precerámicos de México.” En: Romero, J. (editor). Antropología física: época prehispánica. México, pp. 83-111 Col. Panorama histórico y cultura III. SEP-INAH.

National Geographic en internet (30/09/2018)

https://news.nationalgeographic.com/news/2013/12/131216-la-chapelle-neanderthal-burials-graves/

https://www.ngenespanol.com/ciencia/naia-primera-mujer-hoyo-negro-investigacion/




Para hablar sobre la muerte debemos tener en consideración lo que es la vida, ya que una surge inmediatamente después de la otra. Sin embargo, ambas acepciones son difíciles de definir a pesar que todos tenemos una idea intuitiva de lo que son. La biología señala que es más prudente describir las cualidades o características de la vida, las cuales son las mismas que se pierden al morir, en lugar de encontrar un argumento totalizador que las explique.

Podemos empezar señalando que, a nivel químico, los seres vivos constituyen estructuras complejas, organizadas y replicables, compuestas por moléculas orgánicas principalmente, que van conformando superestructuras como células, tejidos y órganos, los cuales responden a estímulos de su ambiente, obteniendo de él materiales y energía que les ayudan para crecer, desarrollarse en estructuras más complejas, mantener su equilibrio interno y para reproducirse. A la actividad interna que mantiene el equilibrio en los seres vivos se le ha denominado homeóstasis. Así también, se puede agregar que los seres vivos tienen, entre sus cualidades, responder a los mecanismos evolutivos, con lo cual la vida siempre estará en cambio.

Dentro de los aspectos evolutivos más importantes, Cereijido (2012), señala como característica de la vida, la capacidad de los organismos para evaluar el futuro inmediato o a largo plazo. Esta capacidad depende de la complejidad de cada uno y es una de las formas mediante las cuales las especies se han diferenciado, llegando a ser estructuras vivas complejas como las bacterias, que tienden a adaptarse bien a nuevos ambientes, o los lobos y hienas, quienes se agrupan planeando la caza como el medio para obtener los recursos de su entorno o aún más, los seres humanos que proyectan el futuro más allá, generando modelos dinámicos que, por ejemplo, permitan llevar a sus congéneres a lugares tan lejanos como la luna. Esta particularidad del hombre obedece, además, a otras dos características evolutivas que ha usado a su favor, la primera es la capacidad de aprender y la segunda, la sociabilidad del conocimiento. Así, el hombre ha basado su estrategia evolutiva en conocer y transmitir el saber, además, la visión hacia un futuro lejano, le proporciona otra diferencia respecto a los demás seres vivos: la conciencia sobre la muerte.

En contraposición, hablar sobre la muerte es señalar por un lado que el organismo ha perdido la capacidad de homeóstasis y entra en un proceso de desequilibrio bioquímico, en donde los principios termodinámicos actúan hasta que la degradación de todas las superestructuras concluye en compuestos y elementos químicos más simples. Y por el otro lado, las características evolutivas que definen a la vida se pierden, es decir, el organismo muerto no podrá reproducirse, no podrá coexistir con sus congéneres y mucho menos podrá evaluar el futuro que le sobreviene, hecho por el cual, hablar sobre la muerte es hablar sobre la ignorancia suprema, pues hasta hoy, nadie ha regresado de ella para señalar qué es, cómo se sobrelleva y porqué se terminan esas cualidades que distinguen a la vida, se pierde la capacidad de sociabilizar sobre el devenir del más allá.

El ser conscientes sobre la muerte nos prepara paulatinamente para ella, pues sobreviene cuando la conciencia se extingue, es decir, cuando se da la muerte cerebral. Esta pérdida de conciencia ha intrigado históricamente al ser humano, razón por la cual, ha generado mecanismos que expliquen el hecho de morir, para apaciguar generacionalmente la ausencia del conocimiento (Cereijido, 2012).

El origen de la conciencia sobre la muerte

Es difícil señalar en qué momento de la historia el hombre (incluyendo a los homínidos humanos extintos), se percató sobre la muerte como el devenir ineludible de la vida. Sabemos que en el periodo paleolítico surgen los primeros enterramientos con toda la parafernalia cultural, la cual denota la preparación y preocupación por el acaecido; la mayoría eran entierros neandertales[1] realizados en cuevas de Francia y del Oriente Medio, donde los restos materiales muestran ya una sofisticación en el proceso de inhumación. A pesar que para este tiempo hubo coexistencia con población de homo sapiens, lo elaborado de los entierros neandertales señala una clara complejidad conceptual y simbólica, la cual se desarrolló primero y con mayor intensidad entre sus sociedades (Armendáriz, 1992).

Los entierros neandertales que han perdurado hasta el presente eran variados, se realizaban dentro de cuevas y daban prioridad a los adultos masculinos y a los niños. Todos eran recubiertos de tierra o piedras, sin embargo, algunos individuos se disponían sobre el suelo y otros dentro de fosas cavadas al interior de los recintos, como el caso del entierro de un anciano en Chapelle-aux-Saints (figura 1). La posición de los muertos señala que eran colocados en decúbito dorsal[2] o en decúbito lateral, con los brazos extendidos o de forma más común, con las extremidades flexionadas sobre el pecho; también se les colocaba invariablemente con la región cefálica al este y pies al oeste. Tenían rituales con los restos esqueléticos, ya que la evidencia muestra reapertura de las fosas con extracción parcial o total de los huesos y/o reacomodo de estos dentro del recinto de enterramiento. Leroi Gourhan señala que las antiguas sociedades de neandertales y sapiens, serían muy numerosas al estar extendidas a lo largo de Asia y Europa, con lo cual, lo común entre el 250 000 a.C. y hasta el 10 000 a.C., sería la poca disposición de los cuerpos de los congéneres, los cadáveres tendrían que haber sido habitualmente sepultados, depositados o simplemente abandonados al aire libre y, sólo ocasionalmente, inhumados en el interior de las cavernas (Armendáriz, 1992).

Posteriormente y tras la extinción de las sociedades neandertales, es el hombre quien sigue la tradición de inhumación, desarrollando complejas explicaciones sobre la muerte y muestra una preocupación sobre extender la vida, la cual llevó a “civilizar” cada vez más este proceso final. Para el neolítico euroasiático y hasta después del surgimiento de la agricultura, se generaliza una forma de disponer a los muertos de manera individual. Ya posteriormente y por muy diversas causas, los entierros colectivos y simultáneos fueron los que abundaron. Cabe señalar que, en esta etapa, entre el 25 000 y 10 000 a.C., ya se había poblado todo el planeta, por lo que se dieron distintas formas de aceptar y convivir con la muerte en las muy distintas sociedades humanas.

La visión sobre la muerte en América

La primera evidencia de rituales relacionados con la muerte se encuentra en Anzick, Montana, Estados Unidos, donde fue hallado un infante con más de 100 artefactos funerarios como puntas de lanza y herramientas de cornamenta de venado, pertenecientes a la cultura Clovis, la cual se reconoce como la primera tradición cultural en América[3] (Figura 2). Los restos se fecharon alrededor del 12 600 a.C. y muestran la importancia del infante al ser ataviado con una ofrenda tan importante, así mismo, evidencia que, al igual que en el Paleolítico europeo, lo común pudo ser la disposición de los muertos de manera sencilla sobre el suelo, cavando sepulturas que se han perdido al paso del tiempo o simplemente se abandonaba a los fallecidos en la intemperie.

En México, los primeros vestigios humanos se han encontrado en los estados de Yucatan, Puebla, Oaxaca, Hidalgo y el Valle de México principalmente. Sin embargo, no todos corresponden con enterramientos intencionales humanos. De Naia, la adolescente cuyos restos estaban en un cenote en Yucatán, no hay información sobre su deposición, pero sus restos se han fechado alrededor del 13 000 a.C., siendo los más antiguos encontrados en territorio mexicano (Nat.Geo., 2018). Otro caso similar es el del Hombre de Tepexpan, con una datación alrededor del 3 000 a.C. y cuyo hallazgo muestra a un individuo en posición de decúbito ventral flexionado, el cual cayó de bruces al lado del lecho de un río, al momento de su muerte (Romano, 1974).

Tres entierros más, pero ya con una disposición cultural, se localizaron en el poblado de Santa María Astahuacan, al sureste de la Ciudad de México; dos de ellos eran adultos jóvenes, un hombre y una mujer, fechados alrededor del 7 000 a.C., fueron enterrados de manera simultánea en posición de decúbito lateral derecho con una orientación general de oeste a este. El tercer entierro estaba más retirado, pero en similar posición de enterramiento. Estos hallazgos muestran que la preocupación por los fallecidos formaba parte de un proceso ritual bien establecido, en el cual se disponía a los muertos siempre de la misma manera: simulando la posición fetal, con la región anterior del cuerpo viendo hacia el este, que es por donde nace el sol (Romano, 1974).

En 1959 se exploró la Cueva del Tecolote en Huapalcalco, Hidalgo, la cual tenía diferentes estratos de ocupación, en el más antiguo, denominado fase Tecolote, fechado alrededor de 7 000 años a.C., se encontró el entierro simultáneo de dos individuos masculinos, adultos jóvenes (Figura 3). Los restos fueron depositados de manera aleatoria en medio de la entrada a la cueva, el primer sujeto fue colocado en posición de decúbito dorsal semiflexionado y el segundo en decúbito latera flexionado, permaneciendo juntos por la región de la espalda uno viendo hacia el este y el otro al oeste. Tanto por la disposición de los muertos, como por una punta de proyectil asociada a uno de ellos, se puede suponer que fue un entierro de carácter ritual, en el cual, se sacrificaron ambos personajes. Además, hacia la pared norte de la cueva se encontró el entierro de seis perros colocados formando un semicírculo y en medio de ellos, una punta de proyectil de mayor antigüedad que la asociada a los entierros humanos. A este conjunto de perros le hacían falta los huesos de un cráneo, el cual fue retirado en esta época quizás al realizar el enterramiento humano, lo que confiere mayor antigüedad a los cánidos. Puede decirse que ambos conjuntos, perros y humanos, corresponden con un momento de transición en el Altiplano Central y de cierta forma conmemoran el cambio poblacional y cultural. Culturalmente la industria lítica desarrollada hasta este momento había evolucionado de la tradición Clovis, sin embargo, el proyectil asociado a los restos humanos, de tipo Coxcatlán, pertenece a una tradición local. De igual forma, el tipo craneano de los sacrificados es dolicocráneo, es decir, alargado cuando se ve de manera lateral, el cual era muy común en poblaciones antiguas y este fue sustituido por gente con cráneo de proporciones intermedias subsecuentemente (Monterroso, 2004).

Entre el 1 300 a.C. y el 200 a.C. en el periodo Preclásico, se observa otro cambio, ahora asociado al uso de los recintos cavernosos, tal como se atestigua en la Cueva de la Chagüera y el Gallo en el estado de Morelos, donde se encontraron ofrendas agrícolas ofrecidas a la cueva y un número importante de objetos domésticos relacionados con la vida aldeana. Las ofrendas tenían como elementos en común, una cama de pasto o gramíneas, ejemplares agrícolas básicos como el maíz, artefactos realizados con maguey y palma, restos óseos de humanos y animales, así como una cubierta de lodo y rocas. Los entierros humanos encontrados en la Cueva de la Chagüera eran principalmente entierros secundarios, es decir, pertenecían a individuos esqueletizados que habrían sido removidos y reagrupados para formar una nueva inhumación, mientras que el espacio liberado era reutilizado para la colocación de otro fallecido, el cual era enterrado como fardo mortuorio, que fue la forma principal en la Cueva del Gallo (Morett et al., 2000).

El análisis de los restos humanos señala que en ambas cuevas hubo representación de todas las edades y ambos sexos, dándoles similar tratamiento mortuorio y permitiendo suponer que los decesos estaban en relación con la dinámica poblacional de la época. Dentro de los elementos rituales, además de la reorganización de los restos óseos áridos, se pudo establecer presencia de pocas marcas de desarticulación de los huesos, tales como huellas de corte, siendo más frecuentes las huellas de fuego sobre el hueso seco, lo que permite señalar que la evolución del pensamiento mágico de las sociedades aldeanas se dirigía hacia un fuerte culto a los ancestros fallecidos, siendo el fuego, el elemento purificador.

Podemos señalar así que las cuevas eran vistas no solo como la comunicación con la madre tierra, sino también como la entrada al inframundo. De esta forma se consideraban el origen de la vida y el fin de ella, hecho por el cual los fallecidos regresaban para su último lugar de reposo. Así también, esta característica dual señalaba a las cuevas como el lugar donde residían las fuerzas proveedoras y donde debería cerrarse el ciclo: vida – fertilidad – sacrificio – muerte. Gestándose así los primeros estadios de la religión en Mesoamérica, la cual, señalaba que la vida daba origen a la muerte y la muerte daba origen a la vida, percepción ligada totalmente al ciclo agrícola (López, 2012)

Ya para el periodo Posclásico, era muy claro que todo ser humano, desde su nacimiento, contraía una deuda con la madre tierra al obtener de ella el sustento para la vida, lo cual tendría que pagar algún día con su fallecimiento. Al momento de morir, el cuerpo se desintegraba separando sus componentes primigenios (figura 5), de los cuales, el alma o teyolía, que residía en el corazón, salía como un ente incorpóreo por la boca y era la que viajaba al mundo de los muertos. Otro elemento era el tonalli, entidad anímica relacionada con el pensamiento y con la inteligencia, se decía que estaba ubicada en la cabeza, sin embargo, podía residir en todo el cuerpo, de ella dependía la conciencia, la voluntad y el destino, era otorgada por los dioses al nacimiento, pero se fijaba y adquiría sus particularidades al realizarse la ceremonia de bautizo indígena, unos cuantos días después del parto. Como tercer componente estaba el ihiyotl o soplo divino, que era una materia anímica insuflada por los dioses también al principio de la vida y era reforzada después por la respiración, también estaba relacionada con el hígado y las paciones (López, 1999)

Las fuentes señalan cuatro lugares de destino para el teyolía: el primero era el Mictlán, lugar a donde iban los fallecidos por una muerte normal, sin gloria, también llamada tlalmiquiliztli o muerte de la tierra, y por la cual, el acaecido debería de someterse a una serie de nueve pruebas o tormentos antes de su destrucción final. El segundo lugar era el Tlalocan, lugar a donde iban los fallecido por una muerte relacionada con el agua, es decir, los ahogados, los muertos por un rayo o los que tenían una enfermedad considerada húmeda; este sitio era un paraíso dentro de una montaña y los acaecidos que llegaban a él, tenían que trabajar ya fuera como ahuaques (duendes de agua) o como ehecatotontin (vientecillos). El tercer sitio era Tonatíuh Ilhuícatl, o cielo del sol, al que solo llegaban los muertos en la guerra y las mujeres fallecidas en el primer parto; este cielo era concebido como un gran llano por donde el dios realizaría su recorrido diurno y seria acompañado por los difuntos durante un periodo de cuatro años, tiempo después del cual se convertirían en pájaros y mariposas. Finalmente estaba el cuarto sitio llamado Chichihualcuauhco o árbol nodriza, que era un árbol del cual brotaban frutos como mamas, a las cuales se colgaban los niños que morían en edad de lactar, con la finalidad de esperar una nueva oportunidad. A diferencia de la religión cristiana, cuyo destino final para las almas dependía de la moral con la que se vivía, la creencia nahua señalaba que el destino de los fallecidos dependía de la forma en que se moría y de cómo se había vivido y agraciado a los dioses, quienes también podían modificar el destino de los teyolía (López, 2012).

En cuanto al destino del tonalli, se creía que este podía quedar residiendo en mechones de pelo cortados desde el nacimiento, pero principalmente en los huesos tras el deceso, razón por la cual se prefería enterrar al pariente muerto dentro de la misma vivienda, así seguiría cercano a los familiares, pero también sería más factible realizar ceremonias con sus restos ya esqueléticos. Estos ritos se acompañarían de efigies protectoras, con la finalidad de mantener unido siempre el tonalli del fallecido, asegurando también la protección de los vivos. En lo que respecta al ihiyotl, se sabe poco, se dice qué al morir el individuo, este segmento formaría parte del “aire de noche”, el cual terminaría por disolverse o convertirse en una figura fantasmal que deambularía por lugares sucios y malolientes, para finalmente terminar por desaparecer (López, 2012).

Así, la concepción sobre la muerte en el mundo nahua promovería rituales complejos, los cuales debían de contribuir, por un lado, a que una parte del acaecido siguiera su rumbo al más allá, mientras que otra parte del ritual debería de enfocarse en alejar al ente que se disolvería en la tierra y en una tercera parte de los ritos, permitiría que el ánima permaneciera con los deudos para concederles su protección. Esto exigía ceremonias en el lugar del deceso, otras con el cadáver y finalmente, en la tumba. Los rituales se realizaban durante los cuatro días después de muerto, después se reafirmarían a los 80 días, al año, a los cuatro años y subsecuentemente en tiempos mayores (López, 2012).

FUENTES CONSULTADAS

Armendáriz (1992) La idea de la muerte y los rituales funerarios durante la Prehistoria del País Vasco. España: MUNIBE Antropología Arkeología Supl. Nº 8 p.p. 13-32 SAN SEBASTIAN.

Cereijido, M. (2012) “Biología de la muerte”, En: Pérez T. (coord.) La muerte, México: pp. 7-56, El Colegio de México.

López A. (1999) “Misterios de la vida y de la muerte”, En: Arqueología Mexicana, México: pp. 4-10, núm. 40, Vol. VII.

López A. (2012) “La muerte en el mundo nahuatl”, En: Pérez T. (coord.) La muerte, México: pp. 57-82, El Colegio de México.

Monterroso P. (2004) Los entierros de la cueva del Tecolote, análisis antropológico de un ritual. México: Tesis Licenciatura 2004, ENAH. Director: J. Arroyo.

Morett A.; Sánchez M.; y Alvarado J. (2000): “Ofrendas agrarias del Formativo en Ticumán, Morelos”. En: Litvak J. y Mirambell L. (coords.), Arqueología, historia y antropología. In memoriam José Luis Lorenzo. México: Colección Científica, núm. 415. p.p. 103-115. INAH.

Romano A. (1974) “Restos óseos humanos precerámicos de México.” En: Romero, J. (editor). Antropología física: época prehispánica. México, pp. 83-111 Col. Panorama histórico y cultura III. SEP-INAH.

National Geographic en internet (30/09/2018)

https://news.nationalgeographic.com/news/2013/12/131216-la-chapelle-neanderthal-burials-graves/

https://www.ngenespanol.com/ciencia/naia-primera-mujer-hoyo-negro-investigacion/




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