Empezaron a parecer casi azules las boscosas cúspides de la hermosa sierra de Huitzilac que se iba haciendo más y más bella y cercana, la cual ofrecía hermosos contrastes de líneas y efecto. El terreno era muy movido, en el cual surgían peñascos que hacían brincar a la diligencia y parecían conjurados para hacerla volcar; pero la pericia del cochero todo lo eludió y venció”.
“[Después] entramos en el pueblo de San Antón, el que se halla de continuo sombreado de muchísimas clases de árboles frutales y platanares; llegamos a un barranco muy frondoso y profundo, oyendo desde luego el estruendo de la cascada. Bajamos por una angosta y boscosa veredita; vimos la cascada, que se nos presentaba de un modo muy interesante, formando un bonito y misterioso conjunto”.
“Pasamos primero bajo de un grupo de columnas basálticas que salían afuera en disposición horizontal, encorvándose un poco hacia arriba; luego un arroyo que salía debajo del mismo grupo, echándose inmediatamente en la profundidad; nos metimos después por una gruta detrás de la cascada, la cual fue excavada por el mismo río. El agua, saltando delante de nosotros, nos abrigaba del aire con una viva vidriera, la que poco más abajo rompíase acabando en espuma en el fondo del barranco. Parte de la misma agua, siguiendo las raíces de unos árboles que colgaban verticales, cubríanlas como con tubos de vidrio; mientras que otra parte bajaba en forma de columnas, de varas y de cordones de cristal; otra chorreaba hacia adentro, conducida por el cabello de Venus, que parecía el bigote cubriendo el labio de una boca abierta de gigante. El umbral de la gruta ostentaba con sus musgos los más vivos y tornasolados verdes; el sol, finalmente, pasando a través de este cristal en continuo movimiento, producía una cantidad de luces y de sombras animadas, comunicándole vida y un no sé qué de fantástico que no parecía cosa real; eso era un sueño, un mirador de hadas. Atravesada la gruta, disfruté del otro lado del barranco de la mágica y encantadora vista de la cascada”.
“Siendo ya noche, dimos unas vueltas por la plaza y la alameda [de Cuernavaca]; había paseo, y animábale una música del país, formada de una flauta, una corneta, un bandolón y una especie de castañuela que producía un chasquido algo parecido al de la cigarra”.
“Visitamos el Jardín Borda, que nos habían dicho ser el más hermoso de Cuernavaca, el que hallamos en completo abandono; visitamos también la huerta del emperador [Maximiliano] en Acapatzingo, en donde dicho príncipe había empezado a edificar una casa, que no tuvo el gusto de ver concluida: la hallamos igualmente abandonada, hecha un bosque. Esta localidad, como también el pueblo de San Pablo, son muy fértiles, frondosos, y se hallan, sobre todo, hermosos platanares”.
“[De regreso], a las tres y media del día siguiente nos sentamos en el pescante de la diligencia y salimos de Cuernavaca. Un aire fresco nos soplaba en la cara, el que al principio nos fue agradable, pero a poco andar lo sentimos frío, muy frío, helado, y por más que nos abrochamos y tapamos, nos penetró hasta los huesos. Ya cerca del empezar el bosque, vi a los lados del camino unos hombres a pie, que tenían escopeta; era la escolta. Ya muy en alto nos amaneció, y vimos salir el sol en Huitzilac. Allí encontramos la escolta a caballo que nos acompañó hasta el Guarda, en donde almorzamos. Sentado en el pescante, la diligencia se puso volando; mientras tanto, uno de los compañeros alegrábase de que no nos habían asaltado: ‘no digas cuatro hasta que esté en el saco’, dije para mi capote…”.
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