Los peregrinos y los devotos católicos llegaron al Santuario de Nuestra Señora de los Milagros desde primera hora de la mañana, cargando coronas de flores, veladoras, rosarios e imágenes de la santa virgen. Los inciensos y sahumerios que se vendían a un lado del atrio y la gran corona de flores que adornaba el marco de la iglesia hacen de cada 8 de septiembre un cuadro religioso tan perfecto que casi podría convencer a un agnóstico para su conversión. Ese día se celebrará la gran fiesta eucarística del pueblo, en la cual se conmemoraban los 299 años de la aparición de la virgen, querida y respetada por todos sus fieles debido a su carácter milagroso y curativo.
A los costados de la capilla de San José, primera construida en América Continental, se veía un gran mural que en sus paredes contenía la historia religiosa del pueblo de Tlaltenango, más o menos narraba algo así: El antiguo ingenio azucarero de Tlaltenango, establecido como corredor comercial por Hernán Cortés, en 1521, fue el lugar donde según el mito, elegiría como santuario y lugar de aparición la Señora de los Milagros, quién llegó al antiguo pueblo indígena en un arcón de oro, vestida de seda y perfumada en nardos y sándalo, con una música celestial.
Cuenta la leyenda que tiempo después, en la época de la Revolución, llegó al santuario el Caudillo del Sur, Emiliano Zapata, quien huyendo de las tropas enemigas fue salvado por la virgencita de los milagros, quien en su devoción le regalaría un manto y una corona de oro a la virgen.
Tiempo después, el pueblo de Iztapalapa, Ciudad de México, caería en una grave epidemia de cólera; salvados por el milagro de la virgen los pobladores ofrecerían cada año, a partir de ese momento, una peregrinación que culminaría con el regalo de una gran corona de flores con motivos prehispánicos en representación de la vida, la cual se colocaría cada 7 de septiembre en el arco de la iglesia.
Ochos días de peregrinaciones, misas, manda y rezos culminarían esa noche con una gran verbena popular y un cielo hinchado en fuegos artificiales, luces, toritos y música de la región, y para cerrar, el gran espectáculo de la noche, por el cual niños y adultos esperan con ansias toda la semana: El Castillito de colores con sus flores y figuras religiosas de pirotecnia.
Los tamales, cacahuates, el olor del pan recién horneado, las canastas tejidas y las ollas de barro, artículos tradicionales de la región, aún se hacían visibles por todo el lugar, perdurando aún y resistiéndose a desaparecer a manos de los nuevos comerciantes.