/ sábado 29 de febrero de 2020

[Especial] Los pueblos y sus cronistas

El Consejo de Cronistas de Cuernavaca A.C. cumplió 11 años de ininterrumpida labor


El patrimonio cultural es una herencia colectiva, un capital social no renovable, y como tal su destino está en manos de las comunidades y las estructuras de gobierno más cercanas a ellas en los municipios. Como toda una herencia, podemos invertir ese capital adecuadamente y asegurar que multiplique su valor y que garantice a las siguientes generaciones un potencial de desarrollo. O podemos abandonarlo y perder no solo uno o muchos signos y reflejos de identidad, sino también un detonante del desarrollo económico que hoy brindan los elementos culturales vistos a través de la arquitectura, el entorno natural, la gastronomía, la música, la artesanía, entre otros aspectos.

La memoria y la identidad colectivas están en juego y es responsabilidad compartirla de muchos actores, como los cronistas, promotores culturales, académicos, gobierno, grupos organizados y líderes políticos, asegurar y consolidar su supervivencia. El patrimonio cultural no es un lujo de uso exclusivo de algunos sectores sociales; es parte de la realidad en la que nos movemos, es nuestra herencia de vivencias y esta estrechamente vinculado con nuestra identidad y nuestra manera de actuar, de vivir y de reflejarnos cotidianamente. Por ello, reconocerlo y manejarlo responsablemente son elementos de gran importancia para cualquier ámbito de gobierno y, por supuesto, para la sociedad misma.

En defensa del patrimonio

La importancia del patrimonio cultural se ubica desde su origen en las comunidades. En los ayuntamientos, como base administrativa en la estructura gubernamental de nuestro país, el cronista, como figura institucional, tiene una importancia trascendental, toda vez que su función y actividad están reconocidas mediante la ley orgánica correspondiente.

El cronista hace oficio y recrea el oficio cuando registra el hecho o los sucesos de su entorno y a partir de ellos inicia su aportación a la historia o historias de cada localidad. Hacer tal registro , cualquiera que fuera su inclinación, es fundamental, más aún cuando se hace para dar fe de la pérdida de personas y orgullos que representen lo propio, como igual debe ser el registrar un anunciamiento o la glorificación de la victoria.

Nativo de Morelos /  Cortesía | Hugo Brehme, Fototeca Nacional del INAH

Crónicas de la Conquista

En relación con el valor de la crónica, cabe notar la importancia de un libro que en 2009 cumplió cincuenta años de su primera edición, tanto por su valor histórico documental como por su contenido para las nuevas generaciones. Me refiero a La visión de los vencidos. Relaciones indígenas de la conquista, escrito por el doctor Miguel León-Portilla, en donde se da espacio a diversas crónicas y relatos que nos dejaron los indígenas mesoamericanos en su versión de los hechos, pues como apunta: “cuán difícil resulta para el vencido en guerra poder dar su versión de lo ocurrido”. En esta obra encontramos traducciones y registros diversos muy tempranos y directos, como el de los indígenas en Tlatelolco que da cuenta de la ultima resistencia ante los conquistadores y sus aliados indígenas, específicamente cuando describe la participación de las mujeres: “Fue cuando también lucharon y batallaron las mujeres de Tlatelolco lanzando sus dardos. Dieron golpes a los invasores; llevan puestas insignias de guerra: las tenían puestas. Sus faldellines llevaban arremangados, los alzaron para arriba de sus piernas para poder perseguir a los enemigos”

El cronista soldado don Bernal Díaz del Castillo cuenta en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España cómo se encontraba la ciudad asolada un poco después del triunfo militar de los europeos y sus aliados :

dijo que juro, amén , que todas las casas y barbacanas de la laguna estaban llenas de cabezas y cuerpos muertos, que yo no sé de qué manera lo escriba, pues en las calles y en los mismos patios del Tatelulco [Tlatelolco] no había otra cosa y no podíamos andar sino entre cuerpos y cabezas de indios muertos. Yo he leído la destrucción de Jerusalén; más si fuera más mortandad que esta, no lo sé cierto, porque faltaron en esta ciudad tantas gentes, guerreros de todas las provincias y pueblos sujetos a México que allí se habían acogido, y todos los más murieron; […] y hedía tanto que no había hombre que lo pudiese sufrir.

Fray Toribio de Benavente, luego llamado Motolinía, relata la manera de cómo fue arrasada la ciudad antigua para construir una nueva:

La séptima plaga [fue] la edificación de la gran Ciudad de México, en la cual los primeros años andaba más gente que en la edificación del templo de Jerusalén en tiempo de Salomón, porque era tanta la gente que andaba en las obras, o venían con materiales a traer tributos y mantenimiento a los españoles, y para los que trabajaban en las obras, que apenas podía hombre romper por algunas calles y calzadas, aunque son bien anchas, y en las obras, a unos tomaban las vigas, y otros caían de alto, sobre otros caían los edificios que deshacían en una parte para hacer en otras […] Que no faltó soberbia levantar tales edificios que para los hacer hubiesen de derribar las casas y pueblos de los indios gentiles, como a la letra acaeció deshacer muchos edificios.

Aquí están dos versiones que registraron los hechos, nos brindan datos que hacen una crónica de este periodo histórico consumado en 1521, pero desde la versión de conquistadores. El militar y el fraile, la espada y la cruz, que no escatimaron en letras para dar fe de lo terrible que fue aquel acontecimiento y del avasallamiento de un poder contra otro. Hoy esos textos relevantes por el solo hecho de que nos ubican en el tiempo y espacio de aquel proceso.

No podemos dejar de señalar al conquistador Hernán Cortés que, con sus Cartas de relación que envía al rey Carlos I de España para dar noticia de su labor en tierras americanas, es considerado el primer cronista español, debido a que registra diversos aspectos de la cultura mexica, en particular sobre la gran Tenochtitlan.

Hubo otros españoles y evangelizadores importantes en materia de crónica, como fray Diego Durán con su Historia de las Indias de Nueva España; fray Diego de Landa con su Relación de las cosas de Yucatán o fray Antonio de Ciudad Real con su Tratado curioso y documentos de las grandezas de la Nueva España.

Están también las crónicas de los indígenas con versos como Chimalpahin, con su tratado acerca de Chalco-Amecameca; Fernando Alvarado Tezozómoc, con sus crónicas Mexicana y Mexicáyotl; así como Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, quien describe monumentos y esculturas que contempló Teotihuacan y Texcoco. Sin los textos de esta último no podríamos imaginar o ubicar las características de esas construcciones originales o de algunas esculturas y deidades. En suma, ellos nos dejaron información para interpretar y entender la fuerza y magnitud de una cultura diferente a la europea, con la que se fusionaría a través de la lengua, religión y otras costumbres.

El quehacer del cronista

Esta breve presentación tiene la modesta intención de resaltar lo trascendente que es el trabajo del cronista y su gran responsabilidad al escribir textos y vivencias de su entorno, como parte de la vida misma y solo por gusto a este oficio.

El quehacer del cronista se cumple cuando, como lo dice muy bien la historiadora morelense María del Rosio García Rodríguez, “son historias contadas por hombres y mujeres que trabajan a partir de un oficio aprendido durante la vida misma [ y no necesariamente en un aula]. A los autores de estas historias la gente las conoce como el señor, el profe, el cronista o simplemente como don. Efectúan su labor contra sus propias limitaciones de tiempo y economía […], robando un poquito de los tiempos de la familia, del trabajo cotidiano, y de la esperanza que nunca muere, van creando un cambio donde las puertas que se tocan son las de las amistades, del reconocimiento y de los ideales compartidos”

Buscan por aquí y por allá datos o documentos del pasado del pueblo, registran las historias que contaban los abuelos, atesoran las fotografías de cuando la localidad tenía caminos de piedra. Sus investigaciones y búsquedas documentales son tan largas como sus vidas; algunas son terminadas y otras fatalmente olvidadas en los cajones de algún ropero, sin poder compartir a la comunidad todo ese fruto nacido del cariño con que fueron cultivadas.

El cronista, el historiador local por compromiso de vida, así como todos los que se han dedicado y se dedican a deleitarse con la evolución intensa y cercana de otros tiempos, han construido una alternativa para la memoria histórica colectiva y para hacer de la historia el recuento sencillo, la explicación del presente y la experiencia identitaria.

Los cronistas, con su trabajo, logran vincular el sentimiento de la participación de personajes cercanos a los acontecimientos más significativos de su comunidad. Además del recurso testimonial, sus narraciones están basadas en relatos certeros y documentos que apoyan la permanencia o ruptura con situaciones del presente. Y eso es “contar historias”

El cronista en ningún momento compite o suple al investigador profesional de la historia: más bien aporta desde la perspectiva de su oficio, puesto que puede dar sustento a los hechos históricos y a aspectos del pasado relacionados principalmente con la vida cotidiana de un lugar y sus habitantes.

Historias locales

Se trata, pues, de rescatar la crónica, lo que nos permitirá leer la historia en su diversidad de vivencias e interpretaciones. El cronista, en el devenir de cada municipio o localidad, debe ganar su propio espacio al hacer el registro histórico, rescatar documentos y archivos, integrar el memorial y el acontecer del barrio, de la calle del pueblo, de la región, de los personajes olvidados, de la historia toda.

Ello solo se brinda cuando existe esa historia dispuesta a se contada de forma vivencial y al mismo tiempo sustentada; cuando se tiene el apoyo documental; cuando es referenciada con el registro de lo cotidiano para que la historia sea un acontecer que tenga vida propia. Así, el cronista registra los hechos y las vivencias para compartir la historia, su propia historia.

Los cronistas deben saber contar las historias y describirlas con el compromiso único y noble de no olvidar los hechos.


El patrimonio cultural es una herencia colectiva, un capital social no renovable, y como tal su destino está en manos de las comunidades y las estructuras de gobierno más cercanas a ellas en los municipios. Como toda una herencia, podemos invertir ese capital adecuadamente y asegurar que multiplique su valor y que garantice a las siguientes generaciones un potencial de desarrollo. O podemos abandonarlo y perder no solo uno o muchos signos y reflejos de identidad, sino también un detonante del desarrollo económico que hoy brindan los elementos culturales vistos a través de la arquitectura, el entorno natural, la gastronomía, la música, la artesanía, entre otros aspectos.

La memoria y la identidad colectivas están en juego y es responsabilidad compartirla de muchos actores, como los cronistas, promotores culturales, académicos, gobierno, grupos organizados y líderes políticos, asegurar y consolidar su supervivencia. El patrimonio cultural no es un lujo de uso exclusivo de algunos sectores sociales; es parte de la realidad en la que nos movemos, es nuestra herencia de vivencias y esta estrechamente vinculado con nuestra identidad y nuestra manera de actuar, de vivir y de reflejarnos cotidianamente. Por ello, reconocerlo y manejarlo responsablemente son elementos de gran importancia para cualquier ámbito de gobierno y, por supuesto, para la sociedad misma.

En defensa del patrimonio

La importancia del patrimonio cultural se ubica desde su origen en las comunidades. En los ayuntamientos, como base administrativa en la estructura gubernamental de nuestro país, el cronista, como figura institucional, tiene una importancia trascendental, toda vez que su función y actividad están reconocidas mediante la ley orgánica correspondiente.

El cronista hace oficio y recrea el oficio cuando registra el hecho o los sucesos de su entorno y a partir de ellos inicia su aportación a la historia o historias de cada localidad. Hacer tal registro , cualquiera que fuera su inclinación, es fundamental, más aún cuando se hace para dar fe de la pérdida de personas y orgullos que representen lo propio, como igual debe ser el registrar un anunciamiento o la glorificación de la victoria.

Nativo de Morelos /  Cortesía | Hugo Brehme, Fototeca Nacional del INAH

Crónicas de la Conquista

En relación con el valor de la crónica, cabe notar la importancia de un libro que en 2009 cumplió cincuenta años de su primera edición, tanto por su valor histórico documental como por su contenido para las nuevas generaciones. Me refiero a La visión de los vencidos. Relaciones indígenas de la conquista, escrito por el doctor Miguel León-Portilla, en donde se da espacio a diversas crónicas y relatos que nos dejaron los indígenas mesoamericanos en su versión de los hechos, pues como apunta: “cuán difícil resulta para el vencido en guerra poder dar su versión de lo ocurrido”. En esta obra encontramos traducciones y registros diversos muy tempranos y directos, como el de los indígenas en Tlatelolco que da cuenta de la ultima resistencia ante los conquistadores y sus aliados indígenas, específicamente cuando describe la participación de las mujeres: “Fue cuando también lucharon y batallaron las mujeres de Tlatelolco lanzando sus dardos. Dieron golpes a los invasores; llevan puestas insignias de guerra: las tenían puestas. Sus faldellines llevaban arremangados, los alzaron para arriba de sus piernas para poder perseguir a los enemigos”

El cronista soldado don Bernal Díaz del Castillo cuenta en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España cómo se encontraba la ciudad asolada un poco después del triunfo militar de los europeos y sus aliados :

dijo que juro, amén , que todas las casas y barbacanas de la laguna estaban llenas de cabezas y cuerpos muertos, que yo no sé de qué manera lo escriba, pues en las calles y en los mismos patios del Tatelulco [Tlatelolco] no había otra cosa y no podíamos andar sino entre cuerpos y cabezas de indios muertos. Yo he leído la destrucción de Jerusalén; más si fuera más mortandad que esta, no lo sé cierto, porque faltaron en esta ciudad tantas gentes, guerreros de todas las provincias y pueblos sujetos a México que allí se habían acogido, y todos los más murieron; […] y hedía tanto que no había hombre que lo pudiese sufrir.

Fray Toribio de Benavente, luego llamado Motolinía, relata la manera de cómo fue arrasada la ciudad antigua para construir una nueva:

La séptima plaga [fue] la edificación de la gran Ciudad de México, en la cual los primeros años andaba más gente que en la edificación del templo de Jerusalén en tiempo de Salomón, porque era tanta la gente que andaba en las obras, o venían con materiales a traer tributos y mantenimiento a los españoles, y para los que trabajaban en las obras, que apenas podía hombre romper por algunas calles y calzadas, aunque son bien anchas, y en las obras, a unos tomaban las vigas, y otros caían de alto, sobre otros caían los edificios que deshacían en una parte para hacer en otras […] Que no faltó soberbia levantar tales edificios que para los hacer hubiesen de derribar las casas y pueblos de los indios gentiles, como a la letra acaeció deshacer muchos edificios.

Aquí están dos versiones que registraron los hechos, nos brindan datos que hacen una crónica de este periodo histórico consumado en 1521, pero desde la versión de conquistadores. El militar y el fraile, la espada y la cruz, que no escatimaron en letras para dar fe de lo terrible que fue aquel acontecimiento y del avasallamiento de un poder contra otro. Hoy esos textos relevantes por el solo hecho de que nos ubican en el tiempo y espacio de aquel proceso.

No podemos dejar de señalar al conquistador Hernán Cortés que, con sus Cartas de relación que envía al rey Carlos I de España para dar noticia de su labor en tierras americanas, es considerado el primer cronista español, debido a que registra diversos aspectos de la cultura mexica, en particular sobre la gran Tenochtitlan.

Hubo otros españoles y evangelizadores importantes en materia de crónica, como fray Diego Durán con su Historia de las Indias de Nueva España; fray Diego de Landa con su Relación de las cosas de Yucatán o fray Antonio de Ciudad Real con su Tratado curioso y documentos de las grandezas de la Nueva España.

Están también las crónicas de los indígenas con versos como Chimalpahin, con su tratado acerca de Chalco-Amecameca; Fernando Alvarado Tezozómoc, con sus crónicas Mexicana y Mexicáyotl; así como Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, quien describe monumentos y esculturas que contempló Teotihuacan y Texcoco. Sin los textos de esta último no podríamos imaginar o ubicar las características de esas construcciones originales o de algunas esculturas y deidades. En suma, ellos nos dejaron información para interpretar y entender la fuerza y magnitud de una cultura diferente a la europea, con la que se fusionaría a través de la lengua, religión y otras costumbres.

El quehacer del cronista

Esta breve presentación tiene la modesta intención de resaltar lo trascendente que es el trabajo del cronista y su gran responsabilidad al escribir textos y vivencias de su entorno, como parte de la vida misma y solo por gusto a este oficio.

El quehacer del cronista se cumple cuando, como lo dice muy bien la historiadora morelense María del Rosio García Rodríguez, “son historias contadas por hombres y mujeres que trabajan a partir de un oficio aprendido durante la vida misma [ y no necesariamente en un aula]. A los autores de estas historias la gente las conoce como el señor, el profe, el cronista o simplemente como don. Efectúan su labor contra sus propias limitaciones de tiempo y economía […], robando un poquito de los tiempos de la familia, del trabajo cotidiano, y de la esperanza que nunca muere, van creando un cambio donde las puertas que se tocan son las de las amistades, del reconocimiento y de los ideales compartidos”

Buscan por aquí y por allá datos o documentos del pasado del pueblo, registran las historias que contaban los abuelos, atesoran las fotografías de cuando la localidad tenía caminos de piedra. Sus investigaciones y búsquedas documentales son tan largas como sus vidas; algunas son terminadas y otras fatalmente olvidadas en los cajones de algún ropero, sin poder compartir a la comunidad todo ese fruto nacido del cariño con que fueron cultivadas.

El cronista, el historiador local por compromiso de vida, así como todos los que se han dedicado y se dedican a deleitarse con la evolución intensa y cercana de otros tiempos, han construido una alternativa para la memoria histórica colectiva y para hacer de la historia el recuento sencillo, la explicación del presente y la experiencia identitaria.

Los cronistas, con su trabajo, logran vincular el sentimiento de la participación de personajes cercanos a los acontecimientos más significativos de su comunidad. Además del recurso testimonial, sus narraciones están basadas en relatos certeros y documentos que apoyan la permanencia o ruptura con situaciones del presente. Y eso es “contar historias”

El cronista en ningún momento compite o suple al investigador profesional de la historia: más bien aporta desde la perspectiva de su oficio, puesto que puede dar sustento a los hechos históricos y a aspectos del pasado relacionados principalmente con la vida cotidiana de un lugar y sus habitantes.

Historias locales

Se trata, pues, de rescatar la crónica, lo que nos permitirá leer la historia en su diversidad de vivencias e interpretaciones. El cronista, en el devenir de cada municipio o localidad, debe ganar su propio espacio al hacer el registro histórico, rescatar documentos y archivos, integrar el memorial y el acontecer del barrio, de la calle del pueblo, de la región, de los personajes olvidados, de la historia toda.

Ello solo se brinda cuando existe esa historia dispuesta a se contada de forma vivencial y al mismo tiempo sustentada; cuando se tiene el apoyo documental; cuando es referenciada con el registro de lo cotidiano para que la historia sea un acontecer que tenga vida propia. Así, el cronista registra los hechos y las vivencias para compartir la historia, su propia historia.

Los cronistas deben saber contar las historias y describirlas con el compromiso único y noble de no olvidar los hechos.

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