Ha pasado más de 63 años trabajando en ese oficio, don Álvaro Escobar Torres, confiesa que no se arrepiente ni un segundo por haber aprendido la actividad que lo llevó a salir adelante y mantener a su familia, donde renueva, cambia y transforma todo lo que le han llevado en su pequeño taller en la colonia Jiquilpan, de Cuernavaca. A los nueve años lo conoció y se involucró de tal manera que a los 14 años se convirtió en maestro tapicero. A sus casi 80 años sigue sentado al frente de su máquina Singer que él mismo adaptó.
Aunque lleva todo este tiempo arreglando, modificando y conociendo muebles de todo tipo, confesó que no sabía que el 17 de enero se le conoce como el Día del Tapicero en México.
Nacido en el arribo de Acapantzingo, don Álvaro quedó huérfano de madre a los dos años y desde niño tuvo que aprender a trabajar, y a los ocho años comenzó andar por las calles de Cuernavaca a vender periódicos, para entonces ya vivía en la colonia del Vergel.
Mientras cuenta esos primeros años de su niñez, no deja la vieja máquina, hay trabajo que debe entregarse y no hay tiempo que perder. Trabaja cociendo lo que será la funda tal vez de una almohada de una sala.
Recuerda que con la ausencia física de su madre, el padre buscó una pareja y así volvió a tener dos hermanos, además del que ya estaba en casa. Por eso fue necesario trabajar antes que estudiar.
El periódico que en ese momento vendía, iba a entregarlo a una tapicería, esos serían los primeros contactos con lo que se convertiría su vida.
"Viendo cada vez que iba como trabajaban, en la tapicería me dijeron si quería trabajar en ese lugar, pero a esa edad yo no sabía la dimensión del trabajo y así en la tapicería DECOR, que se ubicaba en la plazuela del Zacate, con el propietario Pedro Vázquez, ya no deje de asistir".
Recuerda que vendiendo periódicos ganaba cinco pesos diarios y en la tapicería comenzó ganando 15 pesos a la semana, algo que lo desánimo porque era un pago muy bajo.
Sin embargo, fue su padre quien lo animó a continuar, "me dijo no, tienes que ir, aprende un oficio, eso te va a servir más", por eso siguió aprendiendo y comenzó "encuerando los muebles y me fueron enseñando más, hasta que aprendí bien; a los 14 años ya era maestro tapicero. Recuerdo que nos mandaban a trabajar a domicilio y me llevaba chales más grandes que yo, y cuando preguntaban por el maestro no creían que el responsable tuviera 14 años".
De vez en cuando, al momento de sumergirse en esos recuerdos, don Álvaro esboza una sonrisa, pues desde el principio le gustó el oficio por el hecho de recuperar muebles que prácticamente eran basura y transformarlos.
Hoy trabaja con sus cuatro hijos, cada uno desempeña una función dentro de su taller y ha sido suficiente para mantenerlos junto con sus familias.
Cuando llegó el momento de independizarse, algo que costó mucho trabajo, hubo que enfrentar muchas cosas, desde asaltos y ganarse un prestigio. En la colonia Jiquilpan ha permanecido por 22 años gracias al doctor Lorenzo Gutiérrez, que incluso durante la pandemia le ha permitido estar en ese lugar sin pagar varios meses de renta.
Don Álvaro es poco expresivo pero ameno al hablar, luego de 63 años asegura que la tapicería no es difícil siempre y cuando a alguien le guste, pero lo cierto es que nunca se aprende, cada día y eventualmente los muebles, las telas y los diseños se han ido transformando, incluso hoy los muebles son más fáciles de trabajar, antes era pura madera, en la actualidad son prácticamente desechables, aunque también ahora trabaja en la vestidura para autos, que ha sido otra alternativa que ha resultado benéfica para él y su familia.
A pesar de eso, en su opinión, la tapicería nunca se va a perder y es un oficio muy rentable, y la prueba es que todo el tiempo hay algo que hacer en su taller, hay momentos en que tiene que rechazar propuestas "porque no me gusta quedar mal con nadie".
Al paso del tiempo los músculos y la fuerza ya no son las mismas, sin embargo el corazón se niega a descansar. "Sino trabajo me muero", expresa de manera sincera. Sus hijos ya le han pedido que se vaya a descansar, para que no haga esfuerzos, pero él se niega, le hace falta cada día el olor a tela, a pegamento, la máquina vieja y la actividad en el taller y en las manos llenas de arrugas pero que todavía tienen fuerza de seguir "hasta mi último aliento, porque es muy sagrado mi trabajo y aquí voy a estar hasta que Dios quiera, creo que todavía tengo cuerda".