A las 13:00 horas con 14 minutos un vértigo me obligó a levantar la vista y a abandonar la habitación donde escribía ya la tercera nota del día. Replicaron en la zona Sur de Morelos los simulacros de sismo, la cultura de la protección civil tras la tragedia del 19 de septiembre que devastó la capital del país en 1985, cuando el sismo de 7.1 de magnitud en escala de Richter, 32 años después, nos recordó lo vulnerable que somos ante un fenómeno de esta magnitud.
Como pocas veces, mi hijo Julio Raúl estaba en casa, quien coincidió que la parte más segura era el arco colonial de la entrada de la vivienda. En fracciones de segundo escuchamos el crujir de las paredes, la caída de muebles y cuadros, junto con la cristalería de la vitrina, entre otros de los muebles de la cocina. De inmediato, salimos hasta el patio, mi hijo me abrazó para impedir que saliera corriendo a la calle y me advirtió que el movimiento de los cables de energía eléctrica era peligroso. “Ya, ya”, me decía.
Cuando terminó el movimiento le pedí que por favor fuéramos a ver a Rebe Trejo, a su tienda, en la esquina que está casi frente a nuestra casa, pues a veces se queda sola y el entrar o el salir del local no le es tan fácil. Cuando finalmente salimos, la vecina ya estaba fuera de la tienda, aunque los abarrotes y refrescos rodaban por la calle Emiliano Zapata.
De inmediato, me regresé por mi equipo; mi hijo pedía que no entrará y le insistí "necesito mi equipo, tengo que reportar y ver en qué se puede apoyar". No daba crédito a todo lo que veía desde la entrada, en la sala; en mi recámara no se podía entrar, pues el escritorio me cerraba el paso y en el interior las cajoneras estaban fuera de su lugar; la pantalla del televisor colgaba del cable, la computadora en el suelo y sólo recogí la bolsa y busqué entre el piso la grabadora y los celulares: uno con 70 por ciento de carga y el otro con apenas 60 por ciento.
Mi hijo me pedía que no me fuera por las réplicas solamente le dije “avisa a la familia que estamos bien, nos comunicamos por WhatsApp”; luego le di un fuerte abrazo y le dije gracias y no le di tiempo a más. Corrí hacia el Ayuntamiento, donde los trabajadores aún gritaban "¡salgan! ¡salgan!". No vi mayores daños que la torre del reloj y la barda perimetral.
Llegué al conjunto de la Hacienda Vieja, donde vivían más de 30 familias. En ese momento removían escombros para rescatar a un menor con parálisis cerebral, el cual estaba ileso. Pasaron por ahí unas mujeres llorando, diciendo que se cayó el Ingenio y que no las dejaron entrar. Apresuré el paso, pero en el camino encontré a la compañera Geraldine Chaves que estaba angustiada porque no encontraba a sus hijos, le dije que buscara tranquila, que la maestra Natalia Guzmán me aseguró que en la Secundaria EGA evacuaron a todos y los llevaron a la explanada de la Plaza Zapata, pero me dijo, llorando, que no estaban, ya había estado ahí y continuó su búsqueda por el jardín Miguel Hidalgo.
Intentaba por enésima vez llamar a El Sol de Cuernavaca y opté por enviar vídeos en los que narraba los hechos. En las oficinas de Protección Civil solamente había un radio operador que se sentía rebasado por las demandas de auxilio.
Cuando llegué a la fuente del ingenio, salía una ambulancia y el representante sindical Víctor Velarde lucía impávido, éste me dijo que no me podía dar información, pero insistí en preguntar ¿cuántos muertos van?; entonces, me respondió molesto "sólo dos", que eran compañeros de caldera donde cayó lo que se desprendió del chacuaco y, entonces, se fue.
Otros obreros confirmaron que hubo varios heridos, al final se supo que fueron ataques de pánico; a muchos les tocó trabajar en la reparación de la parte alta, por lo que no pudieron salir y se golpearon al intentarlo, pero no ocurrió nada grave, salvo dos que sufrieron fracturas.
Parada frente a la entrada principal del ingenio, percibí que salía polvo o humo en la avenida Lázaro Cárdenas; era la polvareda de las viviendas que colapsaron y las viejas oficinas del centro de cómputo del ingenio.
En la colonia Lázaro Cárdenas había más perdidas de viviendas. Luego caminé sin reconocer la calle Mante; por todos lados pedían auxilio y los celulares sin señal; en la terminal de los Pullman había daños, pero ésta ya estaba cerrada. Unos pasos adelante, en la “Hacienda los Brito”, se notaban daños desde la fachada, pero era más notoria la angustia de unos trabajadores de la construcción que desesperados advertían que había quedado una persona atrapada en los escombros de una construcción de varios pisos. Lograron localizarla, ya estaba sin vida, pues su cabeza quedó atrapada entre las través, de uno y otro piso.
Acompañé hasta el hospital a una mujer que asustada y desorientada buscaba a su familia, que había sido rescatada pero sus integrantes estaban heridos. Venía de Galeana, pero cerraron el tránsito a Zacatepec por temor a que colapsara el puente sobre el río Apatlaco, por lo que desviaron el tránsito por Tetelpa y por eso se desorientó. Cuando llegamos encontramos que estaban evacuando el hospital, ahí los enfermos estaban tirados en el piso y pedían ayuda con lonas, carpas, con lo que fuera. Hasta ese momento, a las 17:00 horas, sumaban siete los muertos por el sismo en Zacatepec, ahí estaba su madre y su hijo.
Regresé solamente por mi auto, mi hijo ya no estaba, salió a ayudar. Para entrar a Jojutla había un verdadero caos vial, por lo que dejé el vehiculó junto a la escuela Cuauhtémoc, a unas cuadras del Centro. La gente corría con el rictus de angustia en el rostro, habían pasado ya cinco horas, pero la nube de polvo que envolvía a Jojutla no permitía ver muy lejos.
Cuando llegué junto al Ayuntamiento, la gente era irreconocible; se podía identificar a los que estaban al momento del sismo, porque sus cabezas y rostro estaban cubiertas de polvo, a diferencia de la gente que llegamos después. Un trabajador me dijo “llega tarde” y me señaló donde cayó muerta una de sus compañeras y una mujer embarazada, “les cayó el reloj”, comentó. Otras personas quedaron atrapadas y mencionó que lograron sacarlos por el techo. Agregó que el susto le vino después y había quedado engarrotado de las piernas, entonces, saqué de mi bolsa una botella de agua y se la di.
Me enseñó los vehículos que quedaron bajo los escombros. Lo abracé y le dije si quería que lo llevaba al doctor, per tranquilo me dijo "no, voy a estar bien".
Sobre la avenida Constitución del 57 un río de gente se buscaba; unos corrían y advertían de un incendio en el mercado Benito Juárez, en ese momento descubrí que mis dos teléfonos se quedaron sin carga y busque donde recargar, pero no hay energía eléctrica.
Pretendí regresar por mi auto, pero una mujer de la tercera edad me tomó del brazo y me pidió que por favor la ayudará a llegar a la iglesia, es vecina de la calle Ricardo Sánchez, y me dijo "se cayó mi casa". En el camino a la Iglesia de San Miguel encontramos varias casas derrumbadas, en una se podría apreciar su interior, en la esquina con la calle Himno Nacional; entonces, me dijeron que en la plaza de la India Bonita murió un trabajador de Movilidad y Transportes y en la esquina con la Casa Ejidal, una mujer.
Las casas de adobe de la antigua Jojutla, residencias que conservaron las paredes de adobe y las combinaron con modernas construcciones, se desplomaron; en el lugar gente tratando de rescatar sus cosas, otros simplemente inmóviles viendo la tragedia.
Saltando escombros, evadiendo gente, apoyados por otros, llegamos a la Iglesia; la mujer no lo soportó y cayó postrada de rodillas y llorando dijo: “Vengo a pedirte refugio padre mío, y también estás en desgracia”. Un nudo en la garganta y a punto de llorar, respiré hondo para no hacerlo. Ahí estaban vecinos y personas que la conocían y de inmediato se aproximaron a abrazarla y consolarla. No volví a verla, sólo me dijeron que se la llevó su hija a vivir con ella a la Ciudad de México.
El padre confirmó el moderno templo del señor de Tula, también fue afectado como y los vestigios del templo de San Miguel y la casa parroquial. Las madres del Colegio Morelos, en ese mismo lugar, confirmaron que se cayó la escuela y de milagro todos salieron ilesos.
En este punto encontré compañeros de otros medios, me dijeron del rescate de una mujer y su niña; horas después supe que se trataba de la esposa e hija de Marcos Gil Vela, sobrino político. Mientras junto a la tienda “Lauris” confirmaron daños severos en una serie de viviendas, también de la familia política; se cayeron las casas que colindan con el río Apatlaco, de la familia Bahena en una de ellas murió “el Chato” José Bahena Gutiérrez, quien quedó atrapado entre los escombros.
Llegó a la Alameda, personal de Protección Civil a invitar a los damnificados a trasladarse a la Unidad Deportiva La Perseverancia. Mientras elementos del Ejército llaman a los afectados a trasladarse a la Unidad Niños Héroes, pero los vecinos de la alameda, empezaron a acondicionar el albergue bajo la cancha techada.
Regresé de inmediato a Zacatepec, entre la polvareda que se levantaba por el pesado tránsito que se concentró con el arribo de decenas de personas que al trascender la tragedia se volcaron para ayudar. Me llevó dos horas poder salir de Jojutla, cuando normalmente se hace uno de 15 a 20 minutos, atrapada en tráfico y la devastada ciudad, y totalmente incomunicada.
Hasta ese momento me sentí rebasada por la tragedia, impotente y me puse a llorar; se hablaba de decenas de muertos, pero yo reproché no darme la oportunidad de conocer a la esposa y la hija de Marquitos, el hijo de Luz Elena y Marco Gil, familiares cercanos al papá de mis hijos, como si en el divorcio hubiera construido una barrera involuntaria, solamente los busqué para dar el pésame, estaban devastados.
Cerca de las 11 de la noche, Micaela Bocanegra me confirmó que el Ayuntamiento habilitó el estadio y el jardín de niños Narciso Mendoza como albergues y como refugio de los afectados; sacamos sábanas, cobijas, cobertores del closet, que llevamos para apoyar, junto con varios kilos de aguacates que compre a un joven estudiante del Tecnológico y que pretendía repartir en la familia.
Llegó la luz, con fallas, pero ya pude poner a cargar los teléfonos; mientras, me tocó enfrentar los daños en casa, me dolió ver que se rompió el lienzo de la pintura al óleo “Mi último tren”, de Emmanuel Espín, y que el cuadro de las “Tunas” de Gina Figueroa se le cayó la placa del registro.
Se rompieron otras litografías, perdí más de 20 libros que se mancharon con las botellas de vinos y licores que había acumulado, me esforcé por recuperar parte de la colección de Lobsan Rompan, los libros de Eduardo Galeano, algunos de Gabo, no me preocupe por las enciclopedias, mis hijos me habían autorizado regalarlas. Rescaté el libro de algebra de Baldor, tiramos muchos otros.
Me dio gusto comprobar que la computadora estaba bien, en la carpeta estaban los adelantos de las notas del día tres de Huatecalco; la protesta de padres de familia de la escuela primaria Miguel Hidalgo, las obras para reparar el socavón de una de las calles, del conflicto de transporte por la invasión de moto taxistas y la de los simulacros de sismo.
Después descubrimos en casa daños en la barda perimetral, se levantaron las losetas del piso y el tinaco se rompió, pero insistimos que no es nada en comparación del dolor de perder un ser querido o quedarse sin casa.
A 33 años del temblor del 85 y un año del segundo terremoto del 19S, seguimos sin aprender, cometiendo los mismos vicios, no hay un censo preciso de los daños, los gobernantes no cumplieron lo que prometieron, en Jojutla se registraron más de tres mil viviendas dañadas y 80 por ciento del comercio, pero el censo oficial de daños en viviendas fue de poco más de dos mil 800 y daños de solamente 600 establecimientos comerciales.
De recuento se sabe que en Jojutla, fueron 27 personas que perdieron la vida por el sismo, 17 correspondiente a los cuerpos que levanto la Fiscalía y 10 que murieron en hospitales e incluso fuera de Morelos.