“Al pie de tu sepulcro, mi general Zapata, en nombre de la patria yo te ofrendo una flor”, canta Gregorio Solís en el patio de su casa, una construcción con casi un siglo de antigüedad en el pueblo de San Vicente de Juárez Las Piedras. A sus espaldas, su hermano menor espera que la leña caliente el agua con la que piensa bañarse.
"Aquí lo hacemos a la antigua", dice su hermano, acomodando un pedazo de madera que quiere caerse del tlecuil.
Muchas cosas en San Vicente de Juárez parecen seguirse haciendo a la antigua, como si el último siglo hubiese pasado en una polvareda de la que apenas quedaron algunos rastros. En los cultivos las cosas son similares: Gregorio sigue sembrando maíz con sus manos, abriendo los surcos de riego con el azadón, algo que a sus 74 años puede que pronto deje de hacer.
“El gobierno lo hace todo a puro beneficio propio, y al campesino lo olvidan, sabiendo de antemano que el campesino es el sostén de la nación”, había dicho Don Goyo una hora atrás, mientras nos dirigíamos a sus cultivos de caña y maíz, encontrando el camino entre las hierbas que lo recubren todo. A más de un siglo de la Revolución Mexicana y el movimiento agrario de Emiliano Zapata Salazar, la historia está en deuda con estas personas.
Sembrar a ciegas
Nieto de Eligio Medina, un campesino de la comunidad de Las Piedras que se unió al movimiento zapatista y recorrió los mismos campos que el Caudillo del Sur, Gregorio Solís afirma que el sacrificio de los hombres que perdieron la vida durante la Revolución Mexicana no ha valido la pena. Para él, lo más doloroso es la usencia en los hechos del llamado “precio de garantía”, una política con la que el gobierno busca establecer un valor mínimo de adquisición para los productos cultivados, lo que garantizaría que los productores reciban siempre ganancias y no tengan pérdidas por sus cultivos.
“Nuestros bisabuelos murieron a cambio de nada, y muchas personas no saben valorar a aquellas gentes que en realidad lucharon por vivir dignamente del campo”, lamenta Gregorio.
Aunque las tierras de Ayala son fértiles en su mayoría, la falta de asesoría técnica y apoyo para la producción ha dejado a los campesinos a su suerte durante mucho tiempo, sin saber qué cultivos son los más adecuados para cada parcela y multiplicando con ello las pérdidas que de por sí genera la compra de insumos: una sola hectárea de cebolla puede requerirles una inversión de más de 15 mil pesos. Y si no se da, nadie les devuelve el dinero.
“¿Qué es lo que hacemos? Nos agarramos a sembrar sorgo, maíz, cacahuate, pero nosotros nos damos cuenta al cabo del tiempo. Cuando no crece, son pérdidas totales que nunca se recuperan”.
Lázaro Cárdenas, el último presidente revolucionario
Para Domingo Leal, ejidatario de Tecomalco y cultivador de caña y limón, la última acción auténticamente zapatista ejercida por gobernante alguno ocurrió durante el sexenio de Lázaro Cárdenas (1934-1940), con la repartición de tierras más grande que haya tenido lugar en el país, a partir de la cual se crearon los ejidos. Y aunque el propósito era modificar la forma de explotación de las tierras, trasladando el poder de los hacendados a los trabajadores, la realidad actual es distinta.
“La Revolución Mexicana pudo haber cumplido medianamente con su objetivo político, que era el de la no reelección, pero hablando de la justicia social hicieron falta muchas cosas”, explica.
Propietarios de grandes áreas de tierra, distribuidas en aquella época a través de los ejidos, los campesinos ayalenses se enfrentan a la insuficiencia de los recursos que reciben para producirlas, programas que consideran “clientelares” y que no se han visto reflejados en un mejor rendimiento para sus cultivos. Además, la aparición de agrupaciones que se hacen cargo de los ingenios no ha hecho sino recrudecer el panorama, con cuotas que terminan por reducir sus ganancias al mínimo.
“Tenemos ingenios que nos roban al por mayor: en toneladas, en huachicol (robo carbe), las negociaciones de las organizaciones y agréguele el porcentaje de dinero que nos cobran por su representación”, explica Domingo.
Hace un año, la cosecha de caña de Domingo fue de 100 mil pesos, cantidad a la que tuvo que tuvo que descontar 20 mil pesos por concepto de pago de renta, el abono, la yunta, el riego, insecticidas, matahierbas y la mano de obra, es decir, el riego y la vigilancia de la cosecha.
“¿Cuánto queda de dinero? ¿Treinta mil pesos, cuarenta mil pesos? Por 20 tareas de producción de caña”, ilustra.
Suelo zapatista
A la sombra de un guayabo, en el ejido de Tecomalco, Gregorio y Domingo contemplan el horizonte e imaginan, como si recordaran, aquel episodio en que Zapata y Pablo Torres Burgos, después de haber iniciado la lucha maderista en Morelos, tomaron caminos distintos en un cerro de la región: mientras que Zapata partió hacia el sur, Torres Burgos y sus dos hijos se fueron hacia el poniente.
“Bajaron al aguacate y ahí los encontraron dormidos, después de tomar agua. Ahí los fusilaron. Zapata agarró la otra ruta, junto con seis personas, que fueron las que continuaron el movimiento, y Torres Burgos murió”, relata Gregorio, señalando hacia el poniente como si el aguacate aún estuviera ahí.
El 23 de marzo de 1911, aquel hombre nacido en Celaya, Guanajuato, que encontró en el maderismo una forma de vida, fue asesinado en la barranca de Rancho Viejo, entre Tlaltizapán y Moyotepec, el punto que señalaba Gregorio. Su cadáver sería trasladado y exhibido en Cuautla. Ocho años después, Zapata correría un destino similar al ser acribillado en la exhacienda de Chinameca, engañado por la oferta del carrancista Jesús Guajardo, quien le ofreció municiones para sus tropas. Su cuerpo también sería trasladado y exhibido en Cuautla.
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